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Contra la ideología terapéutica: el legado de Christopher Lasch. Por Jeremy Beer (segunda parte)

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(Traducción de Gonzalo Soaje, gonzalosoaje@ignaciocarreraediciones.cl)

(Primera parte)

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El momento en que apareció –y el título– de La cultura del narcisismo no podrían haber sido mejores. No solo se convirtió en un éxito de ventas; también llamó la atención de Patrick Caddell, el encuestador y asesor de confianza de Jimmy Carter (el mismo Carter supuestamente había leído el libro rápidamente). Así sucedió que, en mayo de 1979, Christopher Lasch llegó a la Casa Blanca para una cena privada con el Presidente. Lo habían convocado, junto con una media docena de otros académicos, activistas y periodistas (incluidos Daniel Bell, Jesse Jackson y Bill Moyers), para discutir el estado de la nación con el Presidente Carter. El comienzo del verano de 1979 fue difícil para el presidente. La crisis energética estaba en su apogeo y después de cuatro discursos televisados ​​y una serie de iniciativas legislativas fallidas, Carter había decidido reagruparse e invitar a una corriente de “ciudadanos destacados”: periodistas, políticos, intelectuales y líderes religiosos, empresariales y cívicos, para aportar su grano de arena sobre cómo debería abordar el problema. En opinión de Carter, estos ciudadanos prominentes confirmaron lo que Caddell había argumentado en un largo memorándum, a saber, que un “malestar” espiritual yacía en la raíz de las muchas dificultades prácticas de la nación. Era esta condición la que el líder de la nación necesitaba abordar.

El 15 de julio de 1979, Carter pronunció el discurso televisado que se conocería como el discurso del “malestar”. De hecho, Carter, a diferencia de Lasch, nunca usó la palabra “malestar”. Pero lo que dijo fue inusualmente severo para un Presidente moderno. La nación, advirtió, atraviesa una “crisis de confianza” que “amenaza con destruir el tejido social y político” del país. Específicamente, “demasiados de nosotros ahora tendemos a adorar la autoindulgencia y el consumo. La identidad humana ya no se define por lo que uno hace, sino por lo que uno posee”. El florecimiento del materialismo consumista coincidió con el declive de la participación cívica y la civilidad misma. “Dos tercios de nuestra gente ni siquiera vota. La productividad de los trabajadores estadounidenses en realidad está cayendo, y la voluntad de los estadounidenses de ahorrar para el futuro ha caído por debajo de la de todas las demás personas del mundo occidental (…) Hay una creciente falta de respeto por el gobierno, las iglesias, las escuelas, los medios de comunicación y otras instituciones”. Carter fue tan sobrio y severo como un teólogo puritano: “Este no es un mensaje de felicidad o tranquilidad, sino la verdad y una advertencia”. La nación estaba en un “punto de inflexión”. No debe seguir “el camino que lleva a la fragmentación y al egoísmo. Por ese camino yace una idea equivocada de la libertad, el derecho a obtener para nosotros alguna ventaja sobre los demás”. Más bien, el país debe adoptar “el camino del propósito común y la restauración de los valores estadounidenses”

No hace falta decir que el discurso de Carter no resultó especialmente popular entre un público que quería “respuestas”, no un sermón, y ciertamente no un sermón que los regañaba por su egoísmo mientras advertía que les esperaba un futuro más austero. Lasch no quedó muy impresionado, y posteriormente escribió a Caddell para instar al presidente a “moderar su llamamiento al sacrificio nacional con algún tipo de garantía de que, a los más vulnerables, los pobres y los desfavorecidos, no se les pedirá que carguen con una carga desproporcionada”. (26) Lamentó que su uso psicoanalíticamente sofisticado del concepto de “narcisismo” se hubiera entendido simplemente como que los estadounidenses eran “mezquinos” o “egoístas” cuando él pretendía transmitir algo muy diferente, que el yo contemporáneo está tan contraído que es “inseguro de sus propios contornos” y, por lo tanto, tiende a “rehacer el mundo a su propia imagen” —el error de Prometeo que se refleja en el culto del desarrollo tecnológico ilimitado— o bien a “fundirse en su entorno en una unión dichosa”, lo cual requiere una negación radical o absoluta de la individualidad. (27) Atacar el problema del consumismo no requería el moralismo reflejado en el discurso de Carter sino verlo como una consecuencia de la degradación del trabajo. La producción en masa y el consumo en masa, sostuvo Lasch, dependen de arreglos sociales que “tienden a desalentar la iniciativa y la autosuficiencia y a promover la dependencia, la pasividad y un estado mental de espectador tanto en el trabajo como en el juego”. (28) En otras palabras, estos arreglos, fundamentalmente antidemocráticos en sus implicaciones, son la fuente de nuestro malestar contemporáneo.

Ya sea que Carter o Caddell o cualquier otro lo interpretaran correctamente o no, con La cultura del narcisismo Lasch alcanzó una estatura nacional como crítico cultural, incluso, posiblemente, contribuyendo indirectamente a la elección de Ronald Reagan, quien a diferencia de Carter (y los severos intelectuales que influyeron en él) entendió las ventajas electorales del optimismo constante, incluso inverosímil (Reagan “les dijo a los votantes que amanecía en Estados Unidos, pese a que eran más como las 9:30 de la noche”, en palabras de James Howard Kunstler). (29)  La cultura del narcisismo fue comparable en su penetración popular a obras posteriores como The Closing of the American Mind (traducido como El cierre de la mente moderna)de Allan Bloom o Bowling Alone (traducido como Solo en la bolera) de Robert Putnam. Casi todo el mundo había oído hablar de él; muchos lo compraron; pocos se molestaron en leerlo; y aún menos lo entendieron.

En todo caso, El yo mínimo, quizás el libro más subestimado de Lasch, es más satisfactorio que sus dos predecesores. En este libro, Lasch vincula su crítica de la cultura terapéutica con los problemas de la explotación ambiental, el industrialismo y la tecnología. Lasch critica a los movimientos sociales de izquierda —los movimientos ambientalistas, de mujeres y por la paz— por, entre otras cosas, malinterpretar las enseñanzas del psicoanálisis, que enseña que la felicidad humana, o al menos la “infelicidad ordinaria”, radica en lograr un equilibrio entre “separación y unión, individuación y dependencia”. (30) El psicoanálisis “se niega a disolver la tensión entre instinto y cultura”. (31)  Su belleza, en cierto modo, es que no “funciona”. Al hacer del autoconocimiento su objetivo, rechaza el enfoque tecnológico del yo inherente a otros enfoques terapéuticos. El psicoanálisis es una tecnología sumamente ineficiente, quizás su principal recomendación.

Freud intentó fortalecer el yo, típicamente trayendo impulsos y deseos subconscientes a la conciencia, donde pueden tratarse de manera más constructiva. En contraste, muchos de los movimientos ambientalistas, feministas y pacifistas defendieron el abandono del concepto del yo individual y su fusión con la naturaleza o el todo social, un enfoque que para Lasch viciaba sus útiles críticas de la razón instrumental. La auténtica individualidad, argumentó Lasch, radica en la conciencia de la propia naturaleza dividida, en la “conciencia del lugar contradictorio del hombre en el orden natural de las cosas”. (32) De hecho, los ecos de un nuevo respeto por la tradición religiosa de Occidente están claramente presentes en el argumento de Lasch de que la “individualidad es la dolorosa conciencia de la tensión entre nuestras aspiraciones ilimitadas y nuestra comprensión limitada, entre nuestras insinuaciones originales de inmortalidad y nuestro estado caído, entre la unidad y la separación.” (33)

Sin embargo, en el relato de Lasch, la individualidad no está tan amenazada por estos movimientos sociales como por la ideología terapéutica promovida por la cultura industrial de masas. Al frustrar la iniciativa y la responsabilidad individuales, esta ideología enseña a las personas a no confiar en su propio juicio, de hecho, a verse a sí mismos como un objeto, mientras que, paradójicamente, ven los objetos externos como extensiones o proyecciones del yo. Aunque la “autoliberación” es el objetivo ostensible de la ideología terapéutica, la liberación del yo de un mundo público o común estable ha revelado más claramente que nunca que el yo solo toma forma en presencia de restricciones externas; o al menos que, en ausencia de tales restricciones, la imaginación está expuesta “más directamente que antes a la tiranía de las compulsiones y ansiedades internas”. (34)

Los defensores de la cultura de consumo de masas afirman que todo lo que se pierde en su ascenso se compensa con creces con la difusión de las comodidades y la riqueza en todas las clases, especialmente en las más bajas, apunta Lasch. En otras palabras, la amplia gama de opciones que alguna vez estuvo disponible solo para los ricos está disponible para todos en una cultura de consumo, por lo que deplorar el consumismo es revelar inconscientemente el esnobismo aristocrático de uno. Lasch refuta este argumento señalando que las opciones abiertas a los seres debilitados y dependientes que impregnan la cultura de consumo son triviales y tienen que ver con “estilos de vida” más que con asuntos de importancia moral. Las únicas opciones que aceptará una sociedad de consumo son aquellas que no son vinculantes y, por lo tanto, relativamente sin sentido. “Una sociedad de consumidores define la elección no como la libertad de elegir un curso de acción sobre otro, sino como la libertad de elegir todo a la vez. ‘Libertad de elección’ significa ‘mantener abiertas sus opciones’. . . . [T]al es la concepción experimental y abierta de la buena vida sostenida por la propaganda de las mercancías, que rodea al consumidor con imágenes de posibilidades ilimitadas”. (35) El industrialismo y la democracia genuina, por lo tanto, son cualquier cosa menos conceptos que se refuercen mutuamente.

6

Después de El yo mínimo, Lasch se alejó de Freud, Marx y sus intérpretes de la Escuela de Frankfurt. Su ruptura con la izquierda cultural también se hizo más profunda y evidente. En las décadas de 1960 y 1970 había sido colaborador frecuente de órganos de opinión de izquierda como The Nation y New York Review of Books, publicando en esos periódicos doce y cuarenta y cinco artículos, respectivamente. Pero su último artículo para The Nation apareció en 1980, y después de 1984 escribió sólo un artículo (sobre Reagan) para New York Review. La izquierda posmoderna lo irritaba y el sentimiento era mutuo.

A fines de la década de 1980, Lasch comenzó a explorar sistemáticamente su instinto de que la mejor manera de trascender el callejón sin salida entre izquierda y derecha en la vida estadounidense era revigorizando la tradición populista. Esta fue la tesis de El verdadero y único cielo, que comienza apuntando que tanto la izquierda como la derecha contemporáneas despreciaban la idea de “límites” de cualquier tipo, ya que la idea de que podría haber restricciones inamovibles al esfuerzo humano amenazaba la ideología progresista subyacente a la que ambos suscribían. Incluso los conservadores, observa (citando la historia del movimiento conservador de Paul Gottfried y Thomas Fleming) casi habían abandonado cualquier “escepticismo sobre el progreso” residual que pudieran haber albergado alguna vez. (36) La retórica de su héroe político más reciente, Ronald Reagan, estaba imbuida de la retórica del optimismo superficial, dijo Lasch. Reagan era un verdadero creyente en el Progreso. Habló de “valores tradicionales”, pero los valores que deseaba promover tenían muy poco que ver con la tradición. Resumieron el código del vaquero, el hombre en fuga de sus antepasados, de su familia inmediata y de todo lo que lo ataba y limitaba su libertad de movimiento. Reagan jugó con el deseo de orden, continuidad, responsabilidad y disciplina, pero su programa no contenía nada que pudiera satisfacer ese deseo. Por el contrario, su programa apuntaba a promover el crecimiento económico y la empresa comercial no regulada, las mismas fuerzas que han socavado la tradición. Se podría haber esperado que un movimiento que se autodenominaba conservador se asociara con la demanda de límites no solo al crecimiento económico sino también a la conquista del espacio, la conquista tecnológica del medio ambiente y la ambición impía de adquirir poderes divinos sobre la naturaleza. Los reaganistas, sin embargo, condenaron la demanda de establecer límites como otro consejo fatalista. (37)

Aun así, la idea de progreso mantuvo su atractivo porque preveía un futuro de crecimiento económico ilimitado, una visión para la cual la experiencia de los dos o tres siglos anteriores ciertamente proporcionó un amplio apoyo (Lasch asumió, sin discutir el asunto, que esta expectativa ya no era racionalmente sostenible). Pero también mantuvo su atractivo porque finalmente se había separado del utopismo. La ideología progresista más viable —la única que salió intacta del auge y la caída de los regímenes totalitarios y revolucionarios de la era moderna— fue la creada por la nueva ciencia de la economía política en el siglo XVIII. No fue para “esos pensadores de segunda categoría más convencionalmente asociados con la idea de progreso: Fontenelle, Condorcet, Godwin, Comte, Spencer”, sino más bien para los moralistas asociados con esta nueva ciencia: Bernard Mandeville, David Hume, Adam Smith y otros, “que debiéramos buscar el significado interno de la ideología progresista”. (38) Para Smith et al. no prometía una utopía sino la expansión indefinida de la prosperidad, un objetivo inferior pero aparentemente más alcanzable.

Sin embargo, incluso este proyecto más modesto requirió la alteración dramática de las valoraciones morales tradicionales. Por un lado, a diferencia de las tradiciones clásica, cristiana y republicana, “la concepción moderna del progreso depende de una evaluación positiva de la proliferación de necesidades”. (39) La austeridad y la abnegación no tienen cabida en la concepción moderna y progresista de la buena vida. Porque “ahorro y abnegación” significa nada menos, en última instancia, que “estancamiento económico”. (40) El deseo y el apetito, por otro lado, ahora deben llevar una valencia positiva. Anteriormente condenado como potencialmente insaciable y, por lo tanto, sujeto a una panoplia de restricciones privadas, públicas y religiosas, para que hubiera progreso, el deseo y el apetito ahora tenían que ser estimulados continuamente. Además, esta ideología progresista, al proponer un mundo en continua mejora y sin fin, implica necesariamente la institucionalización de un sentido de efimeridad, el sentido de “que nada es seguro excepto la inminente obsolescencia de todas nuestras certezas”. (41)

El libro de Lasch intenta destacar los críticos más importantes de esta nueva idea de progreso, al tiempo que muestra que la crítica más eficaz se remonta a la tradición populista y su preferencia por una vida arraigada centrada en la familia, el barrio y la iglesia. En este sentido, El verdadero y único cielo puede considerarse como el intento de Lasch de proporcionar un pedigrí para una marca de conservadurismo cultural más radical, más democrática y más consistente.

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No hay nada descabellado en esta interpretación. Cuando se publicó El verdader y único cielo en 1991, Lasch claramente se consideraba un conservador cultural. De hecho, en un revelador artículo de First Things (*) de 1990 titulado “El conservadurismo contra sí mismo”, se refirió a la tradición populista que esperaba rejuvenecer como el hogar natural de los conservadores culturales, siempre y cuando realmente desearan estar asociados con “un respeto por los límites, el localismo, una ética del trabajo frente a una ética consumista, un rechazo al crecimiento económico ilimitado y cierto escepticismo sobre la ideología del progreso”. (42) De la misma manera, sin embargo, Lasch tenía poco interés en el conservadurismo del movimiento y lo que él veía como su adopción ilógica del capitalismo de consumo. Ya en 1987, en un simposio de New Oxford Review (**) sobre “socialismo humano y conservadurismo tradicional”, había llamado a los conservadores culturales a “quitarles el conservadurismo cultural a los capitalistas”, un llamado que repitió en otros lugares. (43)

Lasch negó, además, que el conservadurismo implicara necesariamente una defensa de la jerarquía social y las distribuciones de poder existentes. Económicamente, era un nivelador, convencido de que el conservadurismo cultural era “bastante compatible… con un compromiso con la democracia radical”. (44) Esta puede ser una de las razones por las que tenía poca utilidad para los pensadores tradicionalistas, incluidos los agrarios del sur (***). En El nuevo radicalismo, en una de sus escasas menciones publicadas sobre los conservadores de la primera mitad del siglo XX, Lasch argumenta que los agrarios del sur y sus “espíritus afines” Irving Babbitt y T.S. Eliot habían adoptado esencialmente la línea de que los artistas deben retirarse de la arena política y concentrarse en el ámbito cultural, que no deben intentar “influir en la lucha por el poder”. Los agrarios, por ejemplo, en I’ll Take My Stand (Tomaré mi posición) (****), además de atacar el industrialismo y el Progreso con “P” mayúscula, también atacaron “implícitamente” a la “política misma”, a juicio de Lasch, “ya ​​que era poco probable que la acción política fundada en tal programa tuviera muchas posibilidades de éxito en el siglo XX”. De hecho, para Lasch, sólo “algunos de los agrarios” incluso habían “argumentado con desgano” a favor de un programa político agrario; ellos “parecen haber estado diciendo que los escritores y artistas deberían ‘tomar su posición’ sobre un tema que era cultural, no político”. (45)

La glosa de Lasch sobre los agrarios —publicada, hay que recordarlo, en 1965— no sólo es tendenciosa sino también algo contradictoria. Por un lado, habían presentado un programa político poco realista; por otro, no les interesaba en absoluto la política sino la cultura. Más interesante, sin embargo, es que las propias propuestas de Lasch presentadas más adelante en su vida tienen mucho en común con las de los agrariios. Abogó, por ejemplo, por un retorno a una economía “productora” en lugar de una economía de consumo. Fuertemente influenciado por Ivan Illich, Wendell Berry y otros escritores ecológicos, aceptó como premisa fundamental que el rápido agotamiento de los recursos naturales estaba cerca; y, por supuesto, la crítica del progreso, tan central en el pensamiento agrario, fue el tema central de El verdadero y único cielo. De manera reveladora, ese libro no contiene ninguna discusión sobre los agrarios, una omisión especialmente curiosa dado que Lasch incluyó algunos de sus escritos en uno de sus seminarios de posgrado.

Finalmente, Lasch también mantuvo al movimiento conservador de la posguerra a distancia debido a su anticomunismo de línea dura. Pese a ser él mismo algo anticomunista, Lasch no solo rechazó la noción de que la Guerra Fría exigía una elección final entre una de dos culturas; también afirmó que incluso si la sociedad estadounidense fuera “la más brillante y virtuosa en la historia registrada y la Rusia soviética la tiranía más perfecta”, uno podría “todavía elegir el acomodo por sobre la ‘victoria’ o incluso la ‘contención’”. (46) Lasch seguramente tenía razón cuando, en una discusión sobre [el filósofo] Sidney Hook, señaló que “cuando el adversario era la ‘maldad total’, las ‘imperfecciones’ de la democracia se desvanecían naturalmente de la vista” y que era difícil distinguir el “apoyo ‘crítico’ de Hook a la cultura estadounidense” de la aceptación incondicional, un proceso que vemos repetirse entre los sucesores de Hook hoy, con el islamismo convenientemente sustituido por el comunismo. (47)

8

Cuando, en una entrevista de 1991, se le preguntó a Lasch dónde veía signos de “esperanza” o “visión moral”, respondió que si bien “no había mucho” presente en la religión organizada, “uno encuentra destellos en la tradición católica… Incluso se podría decir que el Papa tiene algunas de las mejores percepciones sobre cuestiones sociales”, una respuesta bastante sorprendente para un exmarxista imbuido de ideales radicalmente secularistas desde la infancia. (48) Pero la autoidentificación de Lasch con el proyecto de conservadurismo cultural en la última década de su vida estuvo acompañada de una atracción creciente, aunque todavía tentativa, por la tradición intelectual cristiana. En consecuencia, su pensamiento social comenzó a incorporar una consideración de la religión y las ideas teológicas de manera muy sugerente. Por ejemplo, dando la vuelta a Freud, Lasch usó el psicoanálisis para argumentar que el hombre o la mujer de fe genuina en realidad poseía un mayor grado de madurez psicológica que el indiferente religioso. Y, dándole un giro a Voegelin, publicó una serie de artículos a principios de la década de 1990 argumentando que el gnosticismo, la herejía perenne, no se manifestaba tanto en el totalitarismo utópico como en los supuestos y objetivos implícitos de la modernidad liberal. (49)

Se podría escribir mucho más sobre las afinidades teológicas presentes en la crítica cultural posterior de Lasch. Los lectores de El único y verdadero cielo notarán su existencia en su tratamiento de la virtud de la esperanza, en su defensa de pensadores religiosos como Jonathan Edwards y Orestes Brownson.

A pesar de todo eso, Lasch nunca afirmó públicamente ser creyente. En privado, sin embargo, las cosas pueden haber sido diferentes. Después de la muerte de Lasch, un amigo recordó que un participante de una conferencia evangélica le preguntó una vez a Lasch: “¿Eres o no eres creyente?” Se dice que Lasch respondió: “Oh, en realidad no”. Sin embargo, su esposa, al escuchar la pregunta, intervino rápidamente: “¡Oh, sí que lo es!” (50) Y así, tal vez, lo era.

Notas

(*) Publicación estadounidense de filosofía y religión (N. del T.).

(**) Publicación estadounidense de orientación católica (N. del T.).

(***) Movimiento de intelectuales identificados con el sur de Estados Unidos originado en la década de 1930 (N. del T.).

(****) Colección de ensayos publicada en 1930 con ensayos de 12 intelectuales sureños acerca de los principios agrarios y una defensa de la cultura tradicional del sur estadounidense (N. del T.).

(26) Véase la entrevista con Lasch titulada “His Critical Mind ‘Ranges Freely’” en Rochester, New York, Democrat and Chronicle (14 de julio de 1991), 1B, 6B, 7B.

(27) The Minimal Self: Psychic Survival in Troubled Times (Nueva York, 1984), 19.

(28) Ibíd., 27.

(29) Véase la entrada de Kunstler del 7 de junio de 2004 en su blog en http://www.kunstler.com/mags_diary10.html.

(30) The Minimal Self, 177.

(31) Ibíd., 240.

(32) Ibíd., 257.

(33) Ibíd., 20.

(34) Ibíd., 32–33.

(35) Ibíd., 38.

(36) The True and Only Heaven, 22.

(37) Ibíd., 39.

(38) Ibíd., 54.

(39) Ibíd., 45.

(40) Ibíd., 53.

(41) Ibíd., 48.

(42) Lasch, “Conservatism against Itself”, First Things (abril de 1990), 22.

(43) Lasch, contribución sin título al simposio, New Oxford Review (octubre de 1987), 25–26. Ver también Lasch, “What’s Wrong with the Right”, Tikkun 1, no. 1 (1986), 23–29; Lasch, “Hillary Clinton, Child Saver”, Harper’s (octubre de 1992), 74–82.

(44) Esta cita está tomada de la contribución de Lasch a un simposio de New Oxford Review titulado “Transcending Ideological Conformity: Beyond ‘Political Correctness’, Left or Right” (octubre de 1991), 21.

(45) New Radicalism in America, 297.

(46) Ibíd., 332.

(47) Ibíd., 306, 307.

(48) “On the Moral Vision of Democracy: A Conversation with Christopher Lasch”, Civic Arts Review 4 (otoño de 1991).

(49) Estos argumentos están incluidos en la notable serie de artículos “Notes on Gnosticism” de Lasch, publicados en New Oxford Review en cinco partes: octubre de 1986, 14–18; diciembre de 1990, 4–10; enero–febrero de 1991, 10–15; marzo de 1991, 20–26; abril de 1991, 8–13.

(50) El amigo es Dale Vree, quien cuenta la historia en su conmovedor “Christopher Lasch: A Memoir”, New Oxford Review (abril de 1994), 2–5.

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