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Contra la sociedad de la vigilancia. Por Guillaume Travers

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(Traducción de Gonzalo Soaje, gonzalosoaje@ignaciocarreraediciones.cl)

La imposición del “pase sanitario” lo demuestra: la posibilidad de una vida social normal está cada vez más condicionada al cumplimiento de una norma abstracta, más o menos arbitraria, legal o moral. 

La implantación del “pase sanitario” despierta en muchos el sentimiento de una profunda ruptura en materia de libertades públicas. Esto tiene dos aspectos. En primer lugar, un cierre del espacio público, por lo que algunos serán excluidos por criterio médico. Luego, una privatización del control, ya que todos controlarán a todos: un empleador, a sus empleados; un dueño de restaurant, a sus clientes; una pareja casada, a sus invitados.

Más allá del asombro, es fácil ver que esta sociedad de vigilancia no es tan nueva. Se ha estado gestando y progresando durante años. La mayor vigilancia de la expresión en las redes sociales, evidenciada por el aumento exponencial de cuentas y mensajes borrados, obedece a la misma lógica: cierre del espacio público, por la supresión total de los medios de expresión para los que molestan; privatización de controles, delegados a plataformas digitales y especialistas en todo tipo de “informes”. El mismo mecanismo sigue funcionando en el movimiento indigenista, en el de los Sleeping Giants (Gigantes dormidos) o en la ideología woke. En cada ocasión, el modo de funcionamiento se basa en la acción privada de los activistas para sacar del espacio público a cualquier persona que no esté de acuerdo con ellos.

Un cambio en la naturaleza del espacio público

A medida que avanza, la sociedad de la vigilancia procede fundamentalmente de un cambio en la naturaleza del espacio público: la posibilidad de una vida social normal está condicionada al cumplimiento de una norma jurídica o moral abstracta, más o menos arbitraria. Y los que no cumplen se hacen invisibles, relegados a los márgenes, donde ya no los vemos. El espacio público debe convertirse en un espacio de homogeneidad.

Si esta lógica debe ser motivo de preocupación, es porque sacude uno de los legados centenarios de nuestra civilización, a saber, una concepción específicamente europea de la libertad. Desde la Antigüedad hasta los tiempos modernos, autores tan diversos como Aristóteles (en su Política ) o Montesquieu (en sus Cartas persas) opuso la libertad de las tierras de Europa a lo que llamaron un “despotismo oriental”. Su sentimiento no era muy diferente al de muchos europeos actuales que observan con cautela el sistema de “crédito social” implementado en China, mediante el cual los ciudadanos son constantemente monitoreados y calificados, según su comportamiento en el transporte, el reembolso de sus deudas, etc. ., y pueden encontrarse en una “lista negra”, excluidos del dominio público, o incluso de toda la vida social. Si a veces puede parecer demasiado simple, la oposición entre la libertad de los europeos y el “despotismo oriental” tiene al menos un mérito: nos dice algo sobre la forma en que los pueblos de Europa se han representado a sí mismos desde sus orígenes.

¿Cuál es entonces esta concepción europea de la libertad? Quizás el punto más fundamental es que la libertad -existir en la vida pública, expresar una opinión- no se define por criterios legales , sino por criterios políticos. Así, en Europa, tradicionalmente no es el cumplimiento de un Estado de derecho abstracto lo que hace a uno libre, es siempre la pertenencia a un pueblo y el apego a una tierra. En el mundo de las antiguas ciudades griegas, la libertad nunca es absoluta. Es el correlato de la ciudadanía política: en Atenas, uno es libre ante todo porque uno es ateniense. Si un ateniense puede participar en la vida pública de su ciudad y expresar allí opiniones muy diversas, no es porque todo esté permitido a todos, sino porque la barrera es de una naturaleza diferente: no una regla dada externamente, sino un enraizamiento sensible. En otras palabras, los vínculos propiamente políticos son la primera condición de la libertad. Lo mismo prevalece en el mundo de las comunidades medievales, si se piensa en las libertades de las comunas o en las de las hermandades religiosas o de los oficios. Las libertades están siempre relacionadas con lazos comunitarios particulares: es porque uno es de una ciudad o una corporación que uno disfruta de ciertas prerrogativas en el espacio público (ejercer una profesión, etc.). La libertad y la unidad de la comunidad son inseparables.

Una agitación civilizatoria que viene de lejos

En los tiempos modernos, dos fuerzas impulsan el abandono de esta concepción política de la libertad. Primero, la superación en la “lógica de los derechos”, resultado de la Ilustración, retomada por la Revolución Francesa, que empuja a incluir en la ley un número cada vez mayor de derechos abstractos. Esta lógica desconecta la atribución de derechos individuales de cualquier afiliación política (estos derechos son válidos “para todos los hombres”) y, sobre todo, nos acostumbra a pensar en las libertades como algo que nos otorga un texto de ley lejano y abstracto, allí donde solíamos pensar en ellos como el resultado de una práctica política particular dentro de una comunidad histórica. En segundo lugar, la gran mezcla de pueblos durante las últimas décadas ha tendido a fracturar los sentimientos de pertenencia política.

La sociedad de vigilancia que se está estableciendo en el mundo post-Covid está acelerando esta disociación de la libertad y la pertenencia a la comunidad. Algunos han escrito que ahora sería más fácil ser indocumentado que circular sin un pase de vacunación. Esto quizás no sea solo una broma, sino la culminación de una lógica que deprecia las membresías para no pensar más en la libertad, excepto como conformidad con una norma lo más abstracta posible. Los que mañana serán “libres” en Francia no serán los franceses sino los que, vengan de donde vengan, tendrán un código QR cuya autenticidad ha sido verificada. Se trata de una agitación civilizatoria.

Fuente: Instituto Iliade

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