
Nota del editor: El siguiente extracto es parte del artículo “Economía política del COVID-19” del libro Política y pandemia. Los límites del liberalismo y la dictadura terapéutica, próxima publicación de Ignacio Carrera Pinto Ediciones. En el texto, analizamos el trasfondo económico de la pandemia y cómo esta aceleró los procesos que siguen desestabilizando el sistema económico mundial así como poniendo de manifiesto los problemas estructurales y de sustentabilidad de la economía neoliberal.
A mediados de abril del año pasado, el sheriff Tony Thompson del condado de Black Hawk, en el estado de Iowa, Estados Unidos, visitó la planta procesadora de cerdos de la compañía Tyson Foods. Desde hacía semanas que circulaban rumores acerca de la falta de higiene y de precauciones por el COVID-19 en la planta ubicada en Waterloo, una ciudad de 70 mil habitantes en el Medio Oeste estadounidense. Thompson declaró que su inspección lo “conmovió hasta la médula”. Pocos días después, Tyson Foods, el segundo procesador de carne de pollo, vacuno y cerdo a nivel mundial, suspendió temporalmente sus operaciones en Waterloo. La planta, que procesa unos 20 mil cerdos al día, es la más grande de su rubro en el país.

Para cuando Tyson Foods reanudó labores en mayo, más de mil de sus tres mil empleados en Waterloo habían contraído el coronavirus. Uno de ellos fue Isidro Fernández, quien falleció el 20 de abril. En noviembre, medios estadounidenses informaron que la familia de Fernández demandó a la compañía por “muerte por negligencia” y formuló una serie de acusaciones acerca de las condiciones laborales de la planta. Entre ellas, que los supervisores diseñaron un sistema de apuestas con dinero para determinar cuántos de sus empleados contraerían el coronavirus. La demanda también alegó que los supervisores habrían escondido información sobre el número de empleados enfermos y obligado a sus subalternos a trabajar aun cuando presentaban síntomas de enfermedad.
Las plantas procesadoras de carne en EE. UU. emplean a medio millón de personas, muchas de ellas inmigrantes ilegales sin mayor protección laboral, y se han vuelto centros de contagio del COVID-19 a raíz de las condiciones de hacinamiento en que operan. Dada su importancia para la economía estadounidense –Tyson Foods también es el mayor exportador de carne de vacuno del país– el entonces Presidente de EE. UU., Donald Trump, invocó la Ley de Producción de Defensa[1] a fines de abril del 2020 con el objetivo de obligarlas a continuar operando durante la pandemia. Un estudio reciente de investigadores de las universidades de Chicago y Columbia concluyó que cerca del 8 por ciento de los casos de coronavirus durante la fase inicial de la pandemia (desde marzo hasta fines de julio del 2020) estaría vinculado a las plantas procesadoras de carne a lo largo del país.
Mientras esta es la realidad de millones de trabajadores estadounidenses, la situación de los mercados accionarios es muy distinta. Pocos días después de la noticia sobre la demanda en contra de Tyson Foods, el principal indicador bursátil de Wall Street, el Dow Jones de Industriales, superó los 30 mil puntos por primera vez en su historia.
Ni en la Gran Depresión del siglo anterior ni en el colapso económico del 2008 se había observado un mayor desacople entre la llamada economía “real” y la economía financiera, donde la casta empresarial y rentista continúa enriqueciéndose y el resto de la población sufre los efectos del colapso. Mientras que en los primeros tres meses de la pandemia el CEO de Amazon, Jeff Bezos, aumentó su patrimonio personal en 50 mil millones de dólares, un estudio de la Organización Internacional del Trabajo estimó que, en el mismo período, el número de horas trabajadas a nivel mundial bajó en un 14 por ciento, lo que equivale a la pérdida de 400 millones de empleos.
UN RUGIDO OMINOSO
Cuando los mercados financieros dejaron de transar en marzo del 2020, la Reserva Federal de EE. UU. ejecutó una serie de políticas que hasta hace unos años calificaba como excepcionales: rebajar las tasas de interés y comprar activos. Las medidas adoptadas por la “Fed” y otros bancos centrales desde la crisis económica del 2008 han otorgado una relativa estabilidad al mercado accionario durante la última década. Al mismo tiempo, han creado las condiciones para una catástrofe producto de la acumulación de deuda tanto soberana como corporativa.
La inyección de “dinero barato” a los mercados financieros –hoy en día a razón de 120 mil millones de dólares mensuales por parte de la Fed– a través del recorte de las tasas de interés y la política monetaria de quantitative easing (expansión cuantitativa consistente en la adquisición agresiva de activos por parte del banco central para aumentar el dinero en circulación) ha causado que la mayoría de los bonos corporativos se acerquen a la categoría de junk bonds (bonos basura de alto riesgo y baja calidad crediticia) o bonos con un rating de “BBB”, apenas por encima de ser considerados basura.
De igual manera, el Banco Central Europeo (BCE) creó en marzo del 2020 un fondo de emergencia de 750 mil millones de euros para la compra de bonos. Ante la necesidad de seguir adquiriendo activos para estabilizar los mercados, el BCE aumentó la capacidad del fondo a 1,85 billones de euros en diciembre de ese año. Al comprar estos activos, el banco central ayuda a subir el precio de los bonos. Esto tiene dos consecuencias: bajar las tasas de interés que los gobiernos deben pagar para financiar su endeudamiento e inyectar liquidez a los mercados financieros. En otras palabras, más deuda pública y mayor enriquecimiento para los grandes actores privados del mercado.
La fragilidad del sistema financiero europeo quedó en evidencia en marzo del año pasado, cuando la presidente del BCE, Christine Lagarde, dijo que no era deber del banco central ayudar a fortalecer los bonos de las economías más débiles de la Eurozona. Sus dichos gatillaron la venta masiva de bonos del gobierno italiano y la bolsa de Italia cayó en 17 por ciento. Lagarde tuvo que desdecirse en una entrevista televisiva y el BCE tomó contacto con bancos como Goldman Sachs y Deutsche Bank así como inversionistas privados para asegurarles que comprarían bonos italianos de ser necesario. Considerando que lo común es que el banco central informe a todos los actores en forma simultánea, el accionar del BCE revela el grado en que sus políticas están cada vez más alineadas con los intereses de los grandes inversionistas.
El aumento del fondo del BCE para la compra de activos financieros implica que el banco continuará absorbiendo cerca de tres cuartos de la deuda emitida por los gobiernos de la Eurozona el 2021. En declaraciones al Wall Street Journal en diciembre, Jörg Krämer, economista en jefe del banco de inversiones Commerzbank de Francfort, lo resumió así: “El BCE probablemente financiará de facto el déficit presupuestario completo de los países europeos”. Se espera que la deuda de los gobiernos de la Eurozona aumente en 1,5 billones de euros, con lo que sus obligaciones ascenderán a más del 100 por ciento del tamaño de su economía.
El pánico de marzo del 2020 en los mercados bursátiles fue tan grande que impactó a uno de los pilares del sistema financiero global, los bonos del Tesoro del gobierno de EE. UU., un mercado de 20 billones de dólares. Como dijera un artículo del Financial Times en septiembre, “El mercado de bonos del gobierno de EE. UU. es similar al refugio antiaéreo del mundo de las inversiones, un espacio seguro donde todos pueden buscar refugio cuando el resto del sistema financiero está explotando. En marzo, el refugio antiaéreo comenzó a rugir de manera ominosa”.
En cuestión de días, los principales bancos centrales del mundo se deshicieron de 300 mil millones de dólares en bonos del Tesoro. Según un informe del Consejo de Estabilidad Financiera (Financial Stability Board o FSB por sus siglas en inglés), [2] publicado en noviembre, en los mercados financieros imperó un clima de dash for cash (carrera por el efectivo) en que los inversionistas vendieron activos tanto riesgosos como seguros para obtener liquidez. Generalmente, “en momentos de estrés, los precios de las acciones bajan mientras los precios de los bonos del gobierno aumentan. Pero durante la carrera por el efectivo, ambos tipos de activos experimentaron grandes caídas de precios”, concluye el informe.
UN PROBLEMA ENDÓGENO
La falta de liquidez en los mercados financieros producto del pánico de los inversionistas se debió en parte al COVID-19, pero es en realidad un problema de raíces más profundas. Como se ha dicho, la Fed, y en menor medida otros bancos centrales, llevan más de una década inyectando dinero a los mercados y facilitando el endeudamiento de sus actores. Según el FSB, esta reducción de los costos financieros alentó un mayor endeudamiento que, junto con la disminución de la calidad de los activos y los estándares de suscripción de crédito más bajos, “significó que las empresas se vieron cada vez más expuestas al riesgo de una recesión económica importante o un aumento inesperado de las tasas de interés”.
La historia se repite hoy ya que, como observa el FSB, las “medidas tomadas por los bancos centrales tenían como objetivo restaurar el funcionamiento del mercado y no abordar las vulnerabilidades subyacentes que hicieron que los mercados amplificaran el estrés. El sistema financiero sigue siendo vulnerable a otra tensión de liquidez”.
Esta debilidad es intrínseca a un sistema que se ha acostumbrado a vivir del dinero creado por la Fed para mantenerlo a flote. Este dinero no puede de por sí reactivar el transporte o reiniciar las líneas de producción interrumpidas por la pandemia. Asimismo, al haber reducido las tasas de interés a casi cero desde el 2008 y convertido el régimen de tasas bajas en la norma, la Fed y los bancos centrales que siguen sus políticas tienen escaso margen de maniobra para generar un estímulo económico real. Por el contrario, lo que sí han fomentado hasta el día de hoy – y en contraste con el colapso económico en que se debate la mayoría de la población – es una fiebre especulativa en el mercado accionario. Ello, porque las tasas bajas fomentan el consumo, pero en los mercados financieros tienen el efecto adicional de subir el precio de las acciones. Con tasas de interés bajas, los inversionistas reciben menos dinero por sus títulos de renta fija (como los bonos), y se ven más incentivados a asumir riesgos y adquirir renta variable (como las acciones).
Si bien el coronavirus es un desastre natural, es a la vez endógeno al sistema económico imperante, tanto porque se genera dentro de la lógica de producción capitalista en la cual China y sus mercados como el de Huanan son un engranaje, como porque su contagio prospera en un mundo globalizado de fronteras abiertas donde la mayoría de la población necesita trabajar (y arriesgar su integridad) para subsistir. Ello es evidente en la insuficiencia y precariedad que funcionan los sistemas de salud pública alrededor del mundo, desfinanciados por años a medida que el paradigma neoliberal de someter todo al mercado permea esferas de la sociedad que solo hace unas décadas eran consideradas intocables como la salud, la educación y la jubilación.
La política de expansión cuantitativa de los bancos centrales realza una contradicción fundamental en el sistema. Por un lado, la desaceleración económica y la crisis financiera están condicionadas por el nivel de contagio del virus. Por el otro, las políticas monetarias de los bancos centrales y las políticas fiscales de los gobiernos en estas últimas décadas han fomentado la pauperización de las clases media y trabajadora, y debilitado la red de protección sanitaria para contener la enfermedad.
Antes de la pandemia, el mercado operaba a niveles récord, pero ya había señales de una potencial desestabilización producto del endeudamiento, entre otros factores. El hecho que el coronavirus haya acelerado –más que producido– la crisis les dio a los bancos centrales la oportunidad de presentar esta operación de salvataje financiero y corporativo como una respuesta necesaria en vez de lo que es en realidad: la consecuencia inevitable de un sistema parasitario.
[1] La Ley de Producción de Defensa de EE. UU. fue aprobada en 1950, a comienzos de la Guerra de Corea (1950-1953), y su objetivo es garantizar que las industrias provean servicios y productos considerados vitales para la defensa nacional.
[2] El FSB es un organismo internacional cuya misión es promover la eficacia y estabilidad del sistema financiero. Fue creado tras la Cumbre del G-20 en Londres en abril del 2009.
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