
La economía recibió su nombre de bautismo de los griegos. Bajo la pluma de Aristóteles
(Política), ella designa el conjunto de reglas (nomos) que presiden la subsistencia de la
“familia extendida” (oikos). La economía en el sentido aristotélico abarca las actividades
productivas autónomas, es decir, teniendo como fin propio el uso inmediato de los hombres.
Las actividades monetarias que tenían por objetivo el intercambio y la adquisición de
riqueza, designadas por el término específico de “crematística”, sólo constituyen una rama
particular.
La economía moderna como ruptura
La economía moderna, teorizada por las escuelas llamadas “clásicas” y “neoclásicas”, se
estableció al precio de varias rupturas fundamentales.
A partir del siglo XVII, la economía se vuelve cada vez un poco más autónoma frente a los
preceptos de la moral, de la política y de la religión, es decir, que se dota de leyes propias ‒
el desciframiento de las leyes se convierte en el objeto de la “ciencia” económica‒
indiferentes a las leyes de los otros órdenes prácticos (Louis Dumont). El agente económico,
ya sea productor o consumidor, es de esta forma convertido en intercambiable, propiciando el desarrollo del maquinismo y la generalización del salariado una aceleración de esta descualificación del trabajo. El paradigma del “homo oeconomicus” puede ser definido, entonces, como el ideal-tipo humano propio en este nuevo orden económico, un ser racional en busca de su mejor interés, considerando la mayoría de los economistas que la suma de esos intereses particulares debía conducir mecánicamente al interés general (la “mano invisible” de Adam Smith). Simultáneamente, el mercado era teorizado como el lugar ideal de reunión y reencuentro de los intereses individuales, bajo la forma de confrontación de la oferta y la demanda. La traducción histórica de esta revolución metodológica fue el tránsito de la economía con mercado a la economía de mercado, después de la economía de mercado a las sociedades de mercado (Karl Polanyi).
Por otra parte, a finales de la Edad Media, la riqueza se había convertido en un elemento
determinante del poder, especialmente a través de la competencia que libraban los
emergentes Estados-nación; antes se era rico porque se era poderoso; ahora deviene
poderoso el que es rico. Así, el desarrollo tanto del consumismo como del productivismo ya
no se justifica por las necesidades reales de la sociedad, sino que es legitimado por los que
tienen el poder real, imperial o republicano. Contrariamente a una idea recurrente, el
mercado procede históricamente del Estado: es el Estado el que protege y codifica el
establecimiento, entre los mercados locales y el mercado de largo alcance, un mercado
nacional competitivo y concurrencial en el orden interno (entre los individuos) y externo
(entre las naciones). El colonialismo exportó al mundo entero esta división nacional del
trabajo y sometió progresivamente al conjunto del planeta a las leyes mercantiles nacidas en Occidente. En fin, la moneda se generalizó como instrumento abstracto de cuantificación de los intercambios y de devaluación del trabajo. Al término de este proceso, el crecimiento de la economía, manifestación de la ideología del progreso, se convirtió en un fin en sí mismo, supuestamente censado para coincidir con la felicidad de los hombres y la paz entre las naciones.
Este modelo, diseñado a grandes trazos, conoce hoy al mismo tiempo su apogeo y su crisis.
Apogeo porque la mundialización corresponde a la mayor extensión de la economía
mercantil, en el paso de la economía internacional a la economía global unificada. Crisis
porque las consecuencias ecológicas, sociales, políticas y morales de esta dominación
universal parecen ahora desastrosas para la gran mayoría: la figura inquietante del
Leviatán, diseñado por Hobbes sobre la modernidad, no fue realizada bajo la forma del
Estado absoluto (modelo totalitario fascista o comunista), sino bajo el actual de un mercado absoluto e integral que se manifiesta en su capacidad de control sobre los individuos, la explosión de las tecnociencias que caracterizan la revolución industrial, etc.
Los fracasos relativos de las contraofensivas estatales ‒del intervencionismo keynesiano a
la planificación comunista‒ indican con suficiencia que el resultado de esta crisis de nuevo
tipo deberá superarse al precio de una deconstrucción integral de los presupuestos de la
economía clásica y de una completa refundación de la disciplina sobre nuevas bases. El
mercado no es sostenible, el Estado ya no es posible: la vía alternativa se sitúa ahora en un
pensamiento original de relación entre lo local y lo global, relación fundada sobre la
autoconsciencia de las comunidades autónomas en la base y sobre la consciencia
planetaria de los límites del desarrollo.
Fundamentos antropológicos de una ruptura: superar el homo oeconomicus
La historia de los hombres es, en primer lugar, la historia de sus ideas. La economía
mercantil pudo imponer su reino impregnando las mentalidades de una ideología a la vez
racionalista, utilitarista e individualista, formando poco a poco el imaginario de la modernidad y, en consecuencia, el paradigma del “homo oeconomicus” fue la culminación de todo ello. La reinversión de este mortífero sistema implica, primeramente, un cuestionamiento de la antropología dominante: esto se encuentra en curso actualmente en numerosos campos y dominios, pero todavía no ha implementado un auténtico paradigma de sustitución.
El hombre no es un ser de necesidad, sino un ser de consumo. El historiador Marshall
Sahlins ha demostrado que la noción de “necesidad” es eminentemente relativa: las
sociedades de la edad de piedra eran, a su manera, sociedades de abundancia en la
medida en que las necesidades estaban limitadas al mínimo, por lo que su satisfacción era
máxima. Lo esencial del tiempo era diversificado en actividades no utilitarias en mayor
medida que el consagrado a las tareas productivas. Esta “infraproducción” estructural no se tradujo en una “infraevolución”, sino que era una opción de sociedad y de civilización.
Conocemos la célebre anécdota: un patrono que desea mejorar la productividad de sus
trabajadores imagina motivarlos doblando su tarifa horaria; éstos aceptan y trabajan… ¡dos
veces menos de horas! En efecto, la humanidad del hombre no se realiza en la satisfacción
de las necesidades, obligación que compartimos con el conjunto de seres vivos, sino que
todo orden humano se realiza en la superación de la necesidad por el “don”, el consumo
(como dispendio) y el lujo (Marcel Mauss). La metáfora de Robinson Crusoe, tan familiar
para la economía clásica, no tiene profundidad histórica: por lejos que nos remontemos en
la historia, no encontramos hombres aislados buscando satisfacer sus necesidades
individuales, sino comunidades constituidas buscando, por una parte, repartir el trabajo
necesario para la satisfacción de las necesidades, y por otra, organizar, para cada individuo, para varios o para la mayoría, la posibilidad de un intercambio no-mercantil y de un gasto de los recursos excedentes bajo la forma de “dones y contra-dones”, de regalos, fiestas, celebraciones compartidas, etc. La libertad no consistía en invertir en la producción de bienes, como lo creen el “laborismo” liberal o marxista, sino en participar en la dilapidación de sus excedentes.
El hombre no es solamente un agente racional interesado, sino que obedece a fines independientes de su razón y/o de su interés individual. El sociólogo Max Weber distinguía cuatro tipos de legitimación del vínculo social: la legitimidad afectiva, carismática, racional-por-valor y racional-por-interés. Sólo este último modelo, en el que el hombre no deja de calcular los medios de los que dispone con vistas a realizar los fines que le interesan, ha sido retenido por la economía clásica. Este “hombre unidimensional” (Herbert Marcuse), fundamento de la racionalidad instrumental, no se corresponde evidentemente con nada en la propia realidad del orden económico, ya que nuestras motivaciones pueden ser afectivas (compartiendo los bienes con los más próximos en sentido amplio), carismática (sacrificio de uno mismo en beneficio de una causa insondable o irracional) o racional-por-valor (elección de comportamiento desfavorable al interés individual, pero beneficioso para el interés colectivo, por ejemplo). Algunos avances recientes en la ciencia económica, especialmente la teoría de los juegos (Bernard Guerrien) han incidido sobre este campo integrando en sus razonamientos un creciente número de datos irreductibles a la simple racionalidad interesada de los agentes individuales.
El hombre es, sin duda, un animal económico, pero también un animal social y político. Por
definición, el hombre se encuentra siempre inserto en un circuito de producción, de
distribución y de consumo de bienes. La economía se despliega como una “esencia” (Julien
Freund), es decir, no puede pensarse nuestra presencia en el mundo independientemente
de la actividad económica que ella supone. (Hay que señalar que esta esencia económica
siempre ha representado la parte más problemática de nuestra vida en común ‒la “parte
maldita” de Georges Bataille, como los atestiguan los números mitos que ponen en guardia
contra la riqueza, la abundancia o la sobreproducción, tales como el becerro de oro y los
mercaderes del templo, etc.). La sabiduría de los mitos describe con precisión el “impasse”
moderno: que la economía se toma por un fin en sí mismo, olvida las otras inscripciones
terrenales del hombre, imponiendo sus valores a toda la sociedad, favoreciendo la disensión y la guerra de todos contra todos y poniendo fin a las jerarquías entretejidas que dirigían nuestra existencia. Porque si bien el hombre es un animal político, también lo es social y político: el desarrollo de los individuos es inseparable del de sus comunidades de pertenencia, ya sean naturales (familiares, étnicas), históricas (villas y ciudades, provincias, naciones, civilizaciones) o políticas (estados, imperios, etc.). Según esta concepción holista, el todo no se reduce a la suma de las partes y el interés general no pude entonces proceder de la adición de los intereses particulares. La teoría económica debe pensar, al mismo tiempo, en el deseo de los agentes individuales y en el mantenimiento de las entidades colectivas, estando siendo siempre las segundas la condición previa de existencia de los primeros.
El hombre se caracteriza tanto por la cooperación como por la competición. El descubrimiento de las leyes de la evolución (Charles Darwin) y, sobre todo, su aplicación, en ocasiones intempestiva, a las sociedades humanas (Herbert Spencer, Edward Wilson) ha contribuido ampliamente a extender en las mentalidades la imagen reductora de la “lucha por la vida”, según la cual el desarrollo de los individuos, de las naciones y de las civilizaciones no obedecería más que el único principio de la competencia de todos contra todos y de la selección de los más aptos para sobrevivir. Sería aberrante, bien entendido, negar la existencia de esta competición y denegarle también ciertas virtudes selectivas, soñando con una sociedad totalmente pacificada. Ello no impide que la biología, la etología y la psicología evolucionista hayan evidenciado igualmente la importancia de los comportamientos altruistas. Este principio de cooperación es tanto más importante cuanto más complejas son las sociedades, y culmina en el hombre, el más capaz entre los mamíferos de actos de “puro altruismo” (es decir, del altruismo no determinado por el parentesco genético). Por otra parte, algunas modelizaciones informáticas aplicadas al “dilema del prisionero” (elección racional con información limitada sobre las ventajas comparadas de los agentes, situación característica de la economía mercantil) han mostrado que los comportamientos fundados sobre la cooperación y la confianza se muestran siempre al final más ventajosos que aquellos basados en el egoísmo y la competencia (Rober Axelrod).
Recontextualizar la economía
Reinsertar la economía en la historia. Como había señalado la escuela llamada
“institucionalista” (Sismondi, Schumpeter), la economía se inscribe en las especificidades
culturales e históricas preexistentes. El propio capitalismo no escapa a este fenómeno, y no
sería erróneo pensar que el modelo anglosajón de mercado totalmente desestatalizado y
financiarizado representa la única vía posible (Michel Albert). La economía social de
mercado del modelo “renano”, la economía de impulso estatal del modelo francés
“colbertista” o el modelo nipón “voluntarista”, la economía olgárquico-familiar de las regiones flamencas o lombardas, representan otras tantas variantes del capitalismo adaptadas a la historia, a la geografía y a la mentalidad de los pueblos.
En la hora de la construcción europea, e independientemente de la creación de una moneda única (que sólo confisca uno de los medios de la política económica), es importante preservar, fomentar y suscitar las especificidades locales y regionales que no cuestionan para nada la competitividad y la productividad, pero que permiten, por el contrario, darles un basamento más firme evitando la generalización mutilante de un modelo único. De la misma manera, es bien evidente que la educación y la formación (no mercantil en esencia) de los individuos, igual que la confianza mutua convenida entre los mismos, son las condiciones indispensables de la producción y del intercambio: las comunidades estructuradas proporcionan mayor seguridad que la “multitud solitaria” del atomismo liberal.
Reinsertar la economía en la sociedad. Si la economía tiene por primer objetivo satisfacer las necesidades primarias de los individuos, aquellas deben ser, en su mayor parte, definidas y satisfechas en la base. El principio de subsidiariedad, según el cual una competencia no debe ser desarrollada por el nivel superior, salvo que ella no pueda ser asumida por el nivel inferior, debe aplicarse a nuestras actividades económicas: así se organizarán a partir del “desarrollo autocentrado” (André Grjebine), dotando de un máximo de autonomía a cada estrato de nuestra vida común, en un orden decreciente que va de lo local a lo planetario. Esto no es posible más que distinguiendo netamente la esfera de la economía competitiva (espontáneamente sometida a una auténtica guerra mundial que implica una máxima movilización de las energías) de la de la economía solidaria (que puede organizarse a través de cualquier sociedad según el modelo mutualista, asociativo y cooperativista del tercer-sector). Esta disociación no debe derivar en la creación de una “economía de dos velocidades” ventajosa para unos y penalizante para los otros, sino a inducir a cada cual según sus aptitudes y voluntades evitando las exclusiones. Este desacoplamiento puede además encontrarse también en otros niveles de la actividad económica, por ejemplo, entre una moneda más o menos flotante de competencia internacional y las monedas de intercambio local (Silvio Gesell) o incluso entre una economía formal de producción y reproducción óptima de las riquezas y una economía informal de circulación personalizada de los bienes dedicada al mantenimiento o al reforzamiento del vínculo social (Serge Latouche).
Reinsertar la economía en lo viviente. Las catástrofes en serie de la era industrial están en el origen de una poderosa toma de conciencia ecológica cuyo objetivo es, notablemente, el de resituar lo económico en las leyes de los seres vivos (René Passet). Por definición, la economía se encuentra confrontada con el límite de los recursos disponibles y, por tanto, está sometida al principio de entropía (Nicolas Georgescu-Roegen): si las economías tradicionales, basadas en los ritmos cósmicos, no utilizaban más que un poco de los recursos renovables ofrecidos por la naturaleza en el curso de un ciclo anual, la economía moderna acelera el proceso entrópico desestabilizando profundamente los equilibrios de la biosfera. So pena de provocar una crisis ecológica mayor, la economía debe tener en cuenta los períodos irreversibles de la evolución e integrar en sus conceptos las nociones de límite, de finitud, e incluso de “contraproductividad” (Ivan Illich). Le ecosfera está bien inscrita en la biosfera y, como todo sistema complejo, interactúa con ella permanentemente. Por haberlo ignorado, la economía moderna funciona bajo el registro de la catástrofe, que antes parecía como una simple eventualidad estadísticamente inevitable, y en una lógica de contaminación generalizada. La integración de lo económico en lo viviente implica una doble toma de conciencia (Edward Goldsmith, Jerry Mander): global, porque el desarrollo endémico de las tecnologías impondrá, probablemente, en mayor o menor plazo, ciertas medidas inéditas a escala planetaria; local, porque la reconquista de un equilibrio entre el hombre, la técnica y la naturaleza supone la reinvención por cada comunidad de una armonía con su espacio natural de vida. En virtud del “principio de responsabilidad” (Hans Jonas), debemos orientar la economía con vistas no solo de satisfacer a la humanidad actual, sino también de preservar un entorno habitable, vivible y durable para las futuras generaciones.
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