(Traducción de Gonzalo Soaje)
I

Era el verano de 1889 y William Morris se encontraba reclinado a la sombra de un olmo en algún lugar de Oxfordshire. Según recordara el momento en un ensayo publicado en Commonweal, la revista de la Liga Socialista, el escenario bucólico se abría en un paraíso terrenal invadido y despojado por la avaricia. Los campos y los setos estaban “impregnados de flores de frijol, trébol, heno dulce y flor de saúco”. El río era de “azul zafiro”, y sus orillas estaban adornadas con “hierbas acuáticas de flores blancas nacaradas” junto con “reina de los prados y zarzamora, consuelda y amor de hortelano”. Mirlos y estorninos se deslizaban sobre un “laberinto de hierbas” apartado del río. Las torres medievales salpicaban el campo, una arquitectura hecha por artesanos “empeñados en complacerte y hacer que todas las cosas sean placenteras para tus sentidos”. El ambiente era lánguido y sensual, no el tono intimidante e incendiario que uno esperaría de un socialista revolucionario.
Pero una serpiente se había deslizado en el Edén, y la prosa idílica se volvió combativa cuando Morris se enfureció radicalmente. El día anterior, se había encontrado con algunos hombres y mujeres mayores, “desdichados y faltos de belleza” que trabajaban y sudaban bajo el sol del mediodía. Como explicó uno de ellos, los más jóvenes rechazaron los bajos salarios pagados por el agricultor propietario del campo. Solo un joven, desesperado por dinero, había accedido a los términos del tacaño; pero después de irse y buscar sin éxito trabajo en la fábrica, había regresado “rogando por su esclavitud”. “¿Qué pasará”, preguntó Morris, “con toda esta belleza rural?”. Qué espantoso desperdicio, pensó, la tierra explotada por los especuladores ausentes “por el bien del bolsillo de los habitantes de las villas”. Pero el mayor atropello fue la injusticia y la indignidad infligidas a seres divinos:
Cuando la gente había creado en sus mentes un dios del universo… se vio impulsada a representarlo como uno de esa misma raza a la que pertenecen los sedientos cultivadores de heno; como si la inteligencia suprema y la mayor medida de gracia, belleza y majestad estuvieran en su punto más alto en la raza de esos desgarbados animales.
Ahora, los ricos habían reducido a esta raza de divinidades a “una población de esclavos y dueños de esclavos”.
Este relato de subyugación a Mammón fue una “historia sórdida y miserable”, pero Morris avizoraba un final feliz si los trabajadores podían movilizarse y derrocar a sus amos. “Den vuelta la página, digo”, y la historia concluyó con una visión de la amada comunidad en el trabajo y el reposo:
Supongamos que los cultivadores de heno fueran amigos que trabajaban para sus amigos en una tierra que era suya… con ocio y esperanza por delante en lugar de fatiga y ansiedad desesperadas; ¿debiera su trabajo útil para ellos y sus vecinos lisiarlos, desfigurarlos y despojarlos de la forma de hombres aptos para representar a Dioses y Héroes?
Under an Elm-Tree (Bajo un roble, 1889) es un antiguo ensayo de Morris: el vivo éxtasis por el mundo natural, la reverencia por la artesanía, la pasión por las cosas medievales, todo mezclado en una homilía elegante y vigorosa contra la iniquidad del capitalismo y en favor de la hermosura, así como la justicia, de un futuro socialista y eventualmente comunista. En nuestra cruelmente mercenaria era neoliberal—que viene después de la decepción de la esperanza revolucionaria en lo que el historiador Eric Hobsbawm alguna vez llamó “el corto siglo XX” – tal visión es descartada como una ensoñación utópica o una peligrosa ilusión histórica.
¿Qué podría decirle un exaltador de artesanos y cultivadores de heno como Morris a un mundo cibernético? ¿No es Morris una reliquia exquisitamente irrelevante del radicalismo victoriano? Su escritura y artesanía impulsaron el movimiento Arts and Crafts (artes y oficios) a principios del siglo XX; pero lo que comenzó como una resistencia a la producción en masa pronto se transformó en un mercado de adornos de alta gama. Sin embargo, lejos de ser piezas de época, las ideas de Morris sobre el arte, el trabajo, la tecnología y la política son más importantes que nunca para aquellos deseosos de crear un mundo poscapitalista. Recordaría a los defensores de un Green New Deal (Nuevo Acuerdo Verde, *) que incluso las reformas de mayor alcance no pueden equipararse con el socialismo, y advertiría a los entusiastas de la automatización, siguiendo, según creen ellos, la trayectoria dialéctica del desarrollo tecnológico capitalista, que podrían privar a los seres humanos de los placeres de la creación, tal como lo hacen los rentistas multimillonarios. Morris fue un romántico revolucionario, y su utopismo posiblemente lo convirtió en un crítico del capitalismo más incisivo que Marx.
II
Nacido el 24 de marzo de 1834e hijode William y Emma Morris de Walthamstow, Essex, el bardo del comunismo romántico creció en una casa impecablemente burguesa. Su padre era un exitoso corredor y especulador que poseía acciones en una lucrativa mina de cobre. La riqueza permitió a sus padres dedicar a la familia a lo que Morris más tarde despreció como “puritanismo del establishment pudiente”: la santurronería aburrida y venal practicada por los evangélicos de clase media, en la que la observancia del Sabbat, la abstención del alcohol, la filantropía y la bondad con la servidumbre eran considerado el meollo y la médula de la vida cristiana. Para aliviarse, leía a John Keats y Sir Walter Scott, cuya insistencia romántica en que la belleza era un portal hacia la verdad le brindó a Morris un refugio imaginativo del filisteísmo de su familia.
Aunque su padre murió repentinamente en 1847, los dividendos de la mina de cobre le permitieron a su madre enviar al joven William al Marlborough College, un espécimen especialmente terrible de la cultura de los internados públicos de Inglaterra. Morris soportó estoicamente su educación; aburrido tanto por sus compañeros esnob como por el vetusto plan de estudios clásico, fue solo un estudiante mediocre, prefiriendo soñar con la Edad Media y contar “historias interminables de caballeros y caballería”. Morris se enamoró de las iglesias y los montículos prehistóricos en el campo alrededor de Marlborough, y sus cartas a casa transmitían su afecto por el paisaje fascinante; “qué deleitable es cruzar un prado de agua”, le escribió una vez a su madre.
En el invierno de 1853, Morris ingresó en el Exeter College de Oxford, donde llegó durante la cima de la crítica romántica del capitalismo industrial. En parte como reacción a la crisis de la fe cristiana a raíz de la Ilustración, el romanticismo registró, en palabras del historiador Bernard Reardon, “el sentimiento inexpugnable de que lo finito no se explica por sí mismo ni se justifica a sí mismo… [que] siempre hay un ‘más allá’ infinito”. Para muchos artistas e intelectuales, el romanticismo ofreció un sustituto de la imaginación sacramental del cristianismo, desde Heaven in a Wild Flower (El cielo en una flor silvestre) de William Blake hasta el “sentido sublime / de algo mucho más profundamente interconectado” de William Wordsworth. Pero también podía provocar desafíos al brutal surgimiento de la modernidad capitalista. A diferencia de los dialécticos “progresistas” del marxismo, los románticos miraron al pasado en busca de recursos para oponerse a los valores pecuniarios e instrumentalistas de la vida burguesa. En Gran Bretaña, Samuel Taylor Coleridge, William Cobbett, Thomas Carlyle, John Ruskin y otros fueron profetas románticos del “radicalismo Tory”, una oposición conservadora a los efectos corrosivos del capitalismo en la tradición, la costumbre y la jerarquía.
Criado, como Morris, en una rica familia evangélica, Ruskin experimentó una “desconversión” del cristianismo ortodoxo, pero una fe firme (aunque heterodoxa) siempre levó su historia del arte y su crítica social. Si bien fue ciertamente un “conservador” que rechazaba las devociones progresistas del liberalismo y el socialismo, Ruskin también montó una de las críticas morales y religiosas más convincentes del capitalismo. Aunque Ruskin era conocido y respetado principalmente como crítico de arte e historiador, Unto This Last (Hasta esto último, 1862) —su apasionado y controvertido tratado de economía y uno de los mayores documentos morales del siglo XIX— fue venerado por innumerables trabajadores, líderes sindicales y miembros del Partido Laborista. Morris ejerció una amplia influencia sobre intelectuales de todo el espectro político, desde G.K. Chesterton hasta G.D.H. Cole, R.H. Tawney y Mahatma Gandhi. A lo largo de los cinco volúmenes de Modern Painters (Pintores modernos,1843-1860), los tres volúmenes de Stones of Venice (Las piedras de Venecia, 1851-1853), pero especialmente en Unto This Last, Ruskin insistió en que tanto la teoría como la práctica del capitalismo representaban nada menos que un sacrilegio contra la humanidad. Superando el rechazo de la economía por parte de Carlyle como “la ciencia lúgubre”, Ruskin la comparó con “la alquimia, la astrología, la brujería y otros credos populares similares”. La explicación de la espuria disciplina sobre el homo economicus —el utilizador egoísta y maximizador— no sólo era poco edificante sino, en el fondo, falsa. Un ser humano es la imago Dei, “el testigo y gloria de Dios”, como escribió en el segundo volumen de Modern Painters. La visión sacramental de Ruskin de la persona humana subyace en su observación sardónica, en Unto This Last, de que él no conocía “ningún caso previo en la historia de una nación en que se haya instaurado una desobediencia sistemática a los principios básicos de la religión que profesa”.
Para Ruskin, el asalto capitalista a la imagen y semejanza divina fue más evidente en el trabajo industrial y la tecnología. Mirando hacia la Edad Media en “The Nature of Gothic” (La naturaleza del gótico), un capítulo famoso de The Stones of Venice, Ruskin conjeturó que “la Más admirable de la escuela de arquitectura gótica” era que santificaba “el trabajo de las mentes inferiores”: las grandes catedrales no fueron construidas por genios, sino por artesanos ordinarios, ahora desconocidos, que con talentos humildes e imperfectos crearon monumentos de belleza duradera. Impulsados por los imperativos de la productividad y la ganancia, los capitalistas imponían una división industrial del trabajo que subdividía las tareas, imponía una precisión absoluta de movimiento y, por lo tanto, descalificaba a la masa de trabajadores cotidianos. La mecanización convirtió a las personas en máquinas: “hay que hacer de la criatura una herramienta o un hombre. No puedes hacer ambas cosas”. Para maximizar la acumulación, no se debe honrar a los trabajadores, sino más bien “deshumanizarlos”; en otras palabras, se debe profanar la imago Dei. Así, para Ruskin, el mal fundamental del capitalismo no era la desigualdad sino la profanación, una profanación manifiesta en la disciplina fabril que extinguía todo deleite en el trabajo: “No es que los hombres estén mal alimentados, sino que no se complacen en el trabajo por medio del cual se ganan su pan”. Aun así, Ruskin se opuso virulentamente al socialismo — “simplemente caos”, lo calificó una vez, y pidió en cambio un paternalismo renovado.
Este fue el romanticismo conservador que Morris encontró cuando fue estudiante en Oxford, y expresó su oposición a la sociedad burguesa en su acento altivamente estetizado. Se unió a otros estudiantes cautivados por el Movimiento de Oxford —otro bastión genuino, aunque reaccionario, contra el espíritu mercenario de la época— y formaron una “Hermandad” dedicada a la poesía y el arte como antídotos para el comercio y la industria. “Llena de entusiasmo por las cosas santas, bellas y verdaderas”, como las describió más tarde su amigo Edward Burne-Jones, la Hermandad adoptó el anglicanismo de la “alta iglesia” asociado con el reverendo Edmund Pusey, y afirmó una estética medieval como antídoto para la fealdad industrial. (Inspirado por el “Renacimiento gótico” en la arquitectura, Morris se unió a varios de los frailes que recorrieron iglesias medievales en Francia y Bélgica.) También se encariñaron con Dante Gabriel Rossetti, John Everett Millais y otros pintores “prerrafaelitas”, que rechazaron el clasicismo que, en su opinión, había enervado gran parte del arte de los últimos tres siglos. Unidos por lo que Morris más tarde denominó “un odio a la civilización moderna” y movidos por un “deseo de producir cosas bellas”, contemplaron formar una orden religiosa célibe dedicada a la vida del arte; pero Morris pronto se alejó de la religión y abjuró de la vida consagrada.
Impulsado por su “odio a la civilización moderna”, la búsqueda de Morris por la vida del arte y la belleza lo llevó inexorablemente a Ruskin, quien dejó una impresión indeleble en el joven romántico y sin rumbo. Después de leer los primeros cuatro volúmenes de Modern Painters mientras estudiaba en Oxford, Morris lo proclamó “un Lutero de las artes”. Casi cuarenta años después, en un prefacio a “The Nature of Gothic”, Morris declaró al anciano sabio “mi maestro” y lo elogió como un gran “profesor de moral y política”. A pesar de la aversión de Ruskin al socialismo, Morris aprendió de su “profesor” y “maestro” que “el arte es la expresión del placer del hombre en el trabajo”, que la belleza es “un acompañamiento natural y necesario del trabajo productivo” y que el ideal del oficio debe ser revivido y reafirmado como “la santificación del trabajo por el arte”.
En las casi tres décadas posteriores a su salida de Oxford en 1856, Morris se embarcó en un apostolado del arte, un proyecto secularizado de “santificación” que resultó ser remunerativo pero no revolucionario. Fue aprendiz de un arquitecto de Londres y se hizo amigo de Rossetti y otros prerrafaelitas, cuyos ensueños medievales despertaron su propia imaginación poética; escribió The defence of Guenevere (La defensa de Guenevere,1858) y The Earthly Paradise (El paraíso terrenal,1870), así como Love is Enough (El amor es suficiente, 1872), y publicó traducciones ilustradas de eddas y sagas islandesas medievales. En 1861, junto con Burne-Jones, Rossetti y otros socios, fundó una firma de artes decorativas, Morris and Company (también conocida como “la Firma”), que producía muebles, tapices, vidrieras y murales para paredes y techos. Decidido a recuperar la artesanía medieval en las operaciones diarias de la Firma, Morris se convirtió en un virtuoso de la artesanía, dominando la carpintería, el bordado, la cerámica, el tejido, el teñido y la estampación. Al oponerse a la restauración arquitectónica que implicaba la eliminación de adiciones medievales en los edificios, formó la Society for the Protection of Ancient Buildings (Sociedad para la Protección de Edificios Antiguos) o “Anti-Scrape” (Anti raspados) en 1877.
Morris teorizó su devoción por la artesanía y la arquitectura en “The Lesser Arts” (Las artes menores, 1877), una conferencia que resumió algunas de las preocupaciones básicas que animarían su socialismo. Con el objetivo de exaltar el arte, rechazó la separación entre las artes decorativas o “menores” y las artes supuestamente “superiores” de la pintura, la escultura y la arquitectura. Debido a esta brecha, las artes decorativas se habían vuelto “tímidas, mecánicas, poco inteligentes”, mientras que gran parte del arte de las galerías y museos consistía en “complementos aburridos a la pompa sin sentido, o juguetes ingeniosos para unos pocos hombres ricos y ociosos”. Morris rastreó la odiosa distinción entre las artes a la creencia que la belleza y la utilidad se excluyen mutuamente. Más bien, dijo, se refuerzan mutuamente; “nada puede ser una obra de arte que no sea útil”. El deber del artista, ahora entendido como artesano, es “embellecer los asuntos familiares de la vida cotidiana”. Morris se dio cuenta de que se trataba de una concepción del arte profundamente democrática: “No quiero arte para unos pocos así como no quiero educación para unos pocos o libertad para unos pocos”.
Aún así, Morris imaginó esta democracia del arte dentro de los parámetros mercantiles del capitalismo; la supresión de fronteras estéticas ilegítimas fomentaría “el placer de comprar alegremente productos a su precio debido” y “el placer de vender productos de los que podemos estar orgullosos”. Al igual que otros intelectuales victorianos bien pensantes, Morris buscó en la cultura más que en la política una solución a la “cuestión social”, con la esperanza de que su prodigiosa producción literaria y artesanal pudiera provocar una transformación:
To what a heaven the earth might grow
If fear beneath the earth were laid,
If hope failed not, nor love decayed.
(A qué cielo podría crecer la tierra
Si el miedo se enterrara bajo el suelo,
Si la esperanza no fallara, ni el amor decayera).
Sin embargo, la clientela de la Firma era abrumadoramente burguesa y, a pesar de su desdén por la vida de clase media, Morris se encontró “atendiendo el lujo porcino de los ricos”. (Esto explica en gran medida lo que su biógrafo E.P. Thompson percibió como la cualidad “evasiva” de sus versos).
A mediados de la década de 1870, Morris ya no era políticamente indolente. Sin embargo, si hubiera muerto en ese momento, habría sido recordado como un bohemio burgués prototípico, un liberal romántico que defendía lo que más tarde llamó el “radicalismo ordinario de la clase media”: extensión del sufragio, un mínimo de reformas y un pronunciado disgusto por las atrocidades más aberrantes del imperialismo británico. Disgustado ante la pobreza y la miseria de Londres, no evidenciaba apoyo alguno al socialismo ni al movimiento sindical. En 1876, indignado por la indiferencia del primer ministro conservador Benjamin Disraeli ante las atrocidades otomanas en los Balcanes, Morris se unió a otros liberales disidentes en la Eastern Question Association (Asociación de la Cuestión del Este, EQA). Pero cuando el sucesor liberal de Disraeli, William Gladstone, siguió políticas similares, Morris aprendió su primera lección política importante: había un consenso efectivo entre conservadores y liberales sobre el mantenimiento del sistema imperial. El Partido Liberal, se dio cuenta, fue “hecho para y por las clases medias” y “siempre estará bajo el control de capitalistas ricos”. Entonces como ahora, el “consenso bipartidista” fue el talismán invocado para ratificar y ocultar la injusticia.
III
A principios de la década de 1880,Morris comenzaba a percibir los hilos que conectaban el “lujo porcino de los ricos” con la miseria urbana y la brutalidad imperial. En 1883, se unió a Eleanor Marx, H.M. Hyndman y otros en la Social Democrat Federation (Federación Socialdemócrata, SDF), el primer partido socialista de Gran Bretaña. Durante el resto de su vida se dedicó de todo corazón a la agitación revolucionaria, incluso después de que él y otros miembros descontentos de las SDF desertaron en 1885 para formar la Liga Socialista. También entró en la fase más prolífica de su carrera, escribiendo ensayos y folletos, así como su obra maestra utópica, la novela News from Nowhere (Noticias de ninguna parte, 1890). Habiendo aparentemente abrazado el marxismo, Morris, parecía haber repudiado a su viejo “maestro” Ruskin, el radical conservador. En la prolija formulación de Thompson, había completado la metamorfosis ideológica “de romántico a revolucionario”.
Pero, ¿era Morris marxista? Para defender su argumento en 1955, Thompson tuvo que refinar o evadir alguna evidencia contraria bastante obvia. Como dijo el propio Thompson, Friedrich Engels consideraba a Morris “un socialista sentimental”, decididamente no de la variedad “científica”. Además, el propio Morris rechazó la destreza teórica que Thompson le atribuía. En “How I Became a Socialist” (Cómo me convertí en socialista, 1894), su propio relato de su transformación política, Morris admitió que si bien “puse algo de conciencia en tratar de aprender el lado económico del socialismo”, e “incluso abordé a Marx” y su “gran obra”, El Capital – experimentó las “agonías de las confusiones del cerebro”. Además, escribió Morris, “no tuve un período de transición”; mientras que el SDF brindó “una esperanza de la realización de mi ideal”, ese ideal en sí ya se había formado.
De hecho, la fuente de su compromiso socialista, afirmó, fue el medievalismo de “Carlyle y Ruskin”, especialmente este último. A través de Ruskin había “aprendido a dar forma a [su] descontento” que “no era de ninguna manera vago”. A pesar de su afán por alinearse con el “socialismo científico”, Morris siguió siendo un romántico revolucionario. (En un apéndice de la edición de 1977 de su libro, Thompson admitió secamente que su argumento original se había visto empañado por “cierto moralismo político intimidante, así como algunas devociones estalinistas”).
El romanticismo revolucionario de Morris fue más evidente en sus escritos sobre el trabajo y la tecnología. Es importante recordar que, para Marx, la deshumanización de la producción es un objetivo trágico pero, en última instancia, liberador. En su relato dialécticamente prometeico de la “maquinaria e industria moderna” en El Capital, el despojo de los artesanos del control de los medios de producción y su conversión en trabajadores asalariados – en resumen, su proletarización – son las condiciones necesarias tanto para la innovación tecnológica como para el socialismo. Orientado a reducir los costos al dominar los procesos sociales y tecnológicos de producción, el capital introduce la mecanización, lo que ahora llamamos automatización. Si bien la reubicación de la habilidad humana en la maquinaria aumenta el poder del capital sobre el trabajo, también crea la base material para la sociedad socialista y comunista. Ahora, la maquinaria aumenta la intensidad explotadora del capital; después de la revolución, aliviará a los seres humanos de la monotonía y les permitirá los placeres del tiempo libre. Este es el “reino de la libertad”’ de Marx esbozado hoy en textos a favor de la automatización como Four Futures (Cuatro futuros, 2016) de Peter Frase y Fully Automated Luxury Communism (Comunismo de lujo totalmente automatizado, 2019) de Aaron Bastani.
Pero esta emancipación tiene un precio, uno que Morris consideró exorbitante: la degradación y la monotonía del trabajo. “El trabajo no puede convertirse en juego”, observó Marx; los reinos de la necesidad y la libertad están divididos para siempre por un muro impenetrable. Esta demarcación coincidía con el desdén de Marx por el “socialismo utópico”, su epíteto para cualquier política radical que considerara desconectada de las Fuerzas de la Historia, entre las que se encontraba el desarrollo tecnológico “progresivo” del poder productivo del capitalismo. Así como no estaba dispuesto a aceptar la separación de las artes “menores” de las “superiores”, Morris dedicó su carrera como socialista a la alegre reunión del trabajo y el juego, una inversión, no una culminación, de la supuesta trayectoria de la historia. En una serie de ensayos: “A Factory As It Might Be” (Una fábrica como podría ser, 1884), “How We Live and How We Might Live” (Cómo vivimos y cómo podríamos vivir, 1887), “The Society of the Future” (La sociedad del futuro, 1887) y “Useful Work versus Useless Toil” (Trabajo útil versus trabajo inútil, 1888) —así como en News from Nowhere (1890), Morris transformó su “deseo de producir cosas bellas” en un proyecto revolucionario, convirtiendo el romanticismo conservador de Ruskin en un modelo para el comunismo romántico.
Marx y Morris coincidieron en que el problema del trabajo y la tecnología era político. Pero para Marx era cuantitativo (la automatización redujo la cantidad de trabajo necesario y aumentó la cantidad de tiempo libre), mientras que para Morris era cualitativo. Promulgando “el dogma semiteológico de que todo trabajo, bajo cualquier circunstancia, es una bendición para el trabajador”, el capitalismo nos mantiene “aterrorizados por nuestro sustento” — serviles y acosados mientras nos sacrificamos por el valor para los accionistas — y nuestra atención se enfoca en la duración de la jornada laboral y lejos de la forma en que esta nos daña, erosionando nuestra destreza manual e imaginativa por el progreso de la mecanización. Frente al infierno del trabajo pesado impuesto por los accionistas, gerentes y técnicos, Morris planteó el antiguo ideal de la poiesis y defendió el ícono medieval del artesano que “estampaba todo el trabajo con la impresión del placer”. En lugar de exigir salarios más altos (“mejores raciones para esclavos”, en opinión de Morris), los trabajadores deberían exigir la abolición del trabajo asalariado y los placeres plenos de la producción y el ocio: “esperanza de descanso, esperanza de producto, esperanza de placer en el trabajo mismo”. En un mundo de comuneros artesanales, la esclavitud de la ética protestante daría lugar a una nueva libertad en el trabajo, no del trabajo.

Morris no se opuso a toda mecanización. Algunas máquinas eran de hecho “milagros del ingenio”, pero deberían usarse solo para minimizar el “trabajo poco atractivo”. El punto, para Morris — como uno habría pensado que era para sus camaradas marxistas — era que los trabajadores, no una clase de especialistas técnicos y administrativos, debían controlar el diseño de las tecnologías de producción y su implementación en el lugar de trabajo. Si los trabajadores piensan que “la artesanía es mejor que la maquinaria para la producción y el placer”, y Morris claramente creía que eso pensarían, entonces “ciertamente se deshacerán de su maquinaria”. Las máquinas pueden ser eficientes de alguna manera estrictamente técnica, pero en un nuevo mundo de trabajo lúdico, “la gente podrá usarlas o no como les plazca”. (El mismo principio posiblemente se aplicaría a las labores del cuidado: los médicos, enfermeras, maestros, conserjes y otros deben determinar las prácticas y tecnologías que emplean). La insistencia de Morris en lo que Lewis Mumford llamaría más tarde “técnicas democráticas” se derivó tanto de su convicciones socialistas como de su compromiso de toda la vida por la santificación del trabajo.
En el mundo que imaginó Morris, los obreros trabajarían (y descansarían) en condiciones dignas de su naturaleza humana. Como explica Hammond, el guía del narrador en News from Nowhere, debido a que los utópicos ya no se mueven por el consumo de bienes, “tenemos tiempo y recursos suficientes para considerar nuestro placer al fabricarlos”. Morris imaginó las fábricas del futuro como talleres y centros comunitarios, con bibliotecas, escuelas, comedores y lugares para representaciones teatrales y musicales. En lugar de especializarse en un oficio o profesión, la gente variaría la “ocupación sedentaria con la actividad al aire libre” (creía que todos deberían aprender al menos tres oficios), mientras que la instrucción en humanismo y ciencias estaría abierta a personas de todas las edades. Y aunque Morris se centró (demasiado) en el trabajo, pensaba que cuatro horas al día eran suficientes para toda la producción necesaria y razonable (como le dice Hammond, “ahora hemos descubierto lo que queremos, así que no producimos más de lo que queremos”), seguida por el ocio o la libre práctica de intereses, o las múltiples formas de amor y convivencia. (El subtítulo de News from Nowhere es “una época de descanso”). El espíritu del mundo posrevolucionario sería gentil, alegre y voluptuoso, con un amor por la tierra “como el de un amante por la hermosa piel de la mujer que ama”.
No está claro que Morris comprendiera cuán profundamente incompatibles eran sus puntos de vista sobre la tecnología con los de Marx. (Thompson ciertamente no lo hizo: las fábricas soviéticas, escribió, eran “el sueño ya cumplido del poeta”). Mientras que los marxistas a menudo denigran el ideal de la artesanía como una afición “regresiva” o “pequeñoburguesa” por un modo de producción vestigial, el ideal del oficio nos permite hacer preguntas sobre la automatización que sus entusiastas actuales parecen poco inclinados e incluso incapaces de plantear. Si la tecnología industrial bajo el capitalismo está diseñada no solo para aumentar la productividad, sino también para darle al capital un control sin trabas sobre los procesos de producción tanto sociales como materiales, ¿no está esa tecnología marcada de manera ineludible por la política y la sensibilidad de la dominación? A pesar de todos sus usos legítimos para eliminar el trabajo peligroso y tedioso, ¿no priva la automatización a los seres humanos de los placeres de la agencia, el ingenio y la capacidad táctil? Si bien escritores como Richard Sennett, Matthew Crawford, Wendell Berry y Nicholas Carr han abordado estas preocupaciones pasadas de moda, los anarquistas han imaginado durante mucho tiempo la reconciliación de la artesanía y la automatización, desde el pronóstico de Peter Kropotkin de “pueblos industriales” hasta la visión de Murray Bookchin de “tecnología liberadora” que fusiona la cibernética con la fabricación artesanal. Por el contrario, los devotos de izquierda de la robótica de hoy parecen contentos con cualquier cosa que venga de Silicon Valley.
Quizás aún más significativo es que Morris nos desafía a rescatar el socialismo, incluso el comunismo, de lo que Thompson llamó la “enorme condescendencia de la posteridad”. Antes de la Revolución Bolchevique, hubo un considerable debate en la izquierda sobre los significados de “socialismo” y “comunismo”. La lengua vernácula marxista era solo una entre muchas. Pero sea lo que sea lo que quisieran decir, “socialismo” y “comunismo” significaron la abolición de la propiedad en los medios de producción y, por lo tanto, el derrocamiento de las élites aristocráticas e industriales que explotaban a los trabajadores y campesinos. Ambas palabras denotan el logro no solo de la igualdad sino también de la libertad: de los propietarios, jefes y accionistas. Significaba la libertad de los trabajadores, como los imperfectos artesanos de Ruskin, para encargarse de sus propios asuntos y diseñar su tecnología sin la supervisión de gerentes o tecnócratas. Al poner la propiedad y la producción bajo el control de los trabajadores, el socialismo y el comunismo no representaron la burocratización de la tiranía, como afirman sus críticos, sino la consumación de la democracia.

Por tanto, Morris nos ayuda a recordar que el socialismo no es la suma de reformas al capitalismo. Los conservadores usualmente vilipendiarán cualquier restricción al poder del capital como “socialismo”. Los liberales progresistas, “la parte más democrática de las clases dominantes”, como Morris los percibió correctamente, constituyen una oposición más complicada. Debido a que los conservadores se burlan de ellos por su hipersensibilidad, mientras que los socialistas se burlan de su moderación, los liberales progresistas tienden a verse a sí mismos como pragmáticos sensatos. Y lo son, dentro del horizonte de la racionalidad capitalista: quieren una esclavitud asalariada “algo mejorada” (salarios y beneficios más altos, un estado de bienestar, quizás incluso una renta básica universal) mientras los imperativos de la propiedad capitalista sigan siendo el punto de apoyo de la sociedad. Los liberales progresistas contemporáneos forman el ala izquierda de la clase dominante neoliberal.
Sin duda, Morris no se opuso a las reformas; lo que importaba era “qué más se estaba haciendo, mientras estas sucedían”. A menos que las reformas fueran parte de un esfuerzo más amplio para superar el capitalismo, resultarían ser sólo “alivios improvisados” que el capital pondría fin a la primera oportunidad. De hecho, si la historia del estado de bienestar en las democracias del Atlántico Norte ofrece alguna lección a este respecto, es que el liberalismo progresista del New Deal y la socialdemocracia florecieron solo mientras las empresas los aguantaron. Siempre irritado por los impuestos y las restricciones, el capital los descartó tan pronto como se volvieron políticamente vulnerables. (En consecuencia, muchos liberales y socialdemócratas se transformaron en neoliberales amigables con las empresas).
Es por eso que necesitamos recuperar la utopía, fermentada por el deseo romántico de bienaventuranza con el que Morris la dotó, y más. Los cristianos en particular han sido advertidos sobre los seductores peligros de la esperanza utópica, castigados con tópicos agustinianos sobre la intratabilidad de la imperfección humana. Pero también podríamos pensar en el utopismo como una forma de escatología realizada, una política proléptica arraigada en la fe de que el futuro puede visitar el presente. Aunque era un hijo pródigo de la ortodoxia, Morris el romántico capturó algo de esta imaginación sacramental. Alabó (y, se sospecha, envidió) a aquellos hombres y mujeres medievales “para quienes el cielo y la vida del próximo mundo eran una realidad tal, que se convirtió para ellos en parte de la vida sobre la tierra, que en consecuencia amaban y hacían más bella”. Si, en el Reino, vivimos como una amada comunidad de seres semejantes a dioses, similares a los cultivadores de heno en Oxfordshire, pero liberados del trabajo opresivo, ¿por qué no insistir en florecer, en la medida de lo posible, en este lado dañado del escatón? Yo digo: demos vuelta la página.
* El Green New Deal, llamado así en alusión a la serie de leyes sociales conocidas como el New Deal aprobadas en Estados Unidos durante la Presidencia de Franklin Delano Roosevelt, es una propuesta para transformar la economía estadounidense según postulados ambientalistas como el uso de energías renovables para combatir el cambio climático.
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