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Globalismo, el nuevo escenario electoral chileno. Por Jesús Orellana G.

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Llama la atención que haya tomado a muchos por sorpresa lo acontecido en las últimas elecciones en Chile. Es notable desde dos ópticas diversas: la primera hace relación a un entorno local que da cuenta de lógicas partidistas (una posible tesis sobre la consecuencia del plebiscito anterior). La segunda es una mirada de orden más profundo y que toma en cuenta el fenómeno mundial del globalismo que se viene discutiendo desde hace décadas y que ICP Ediciones ha puesto en el tapete con un sinnúmero de publicaciones.  

En lo que respecta a la mirada local, se puede decir que hay una fuerte tendencia a castigar la política de partidos políticos tradicionales, un rechazo al duopolio del poder que se ha sostenido los últimos 30 años. Además de una desconexión de la clase dirigente con la clase dirigida, un desapego de la realidad cotidiana, de la mundanidad de la cotidianidad. En definitiva, un desgaste del modelo de la democracia liberal representativa, que lejos de representar se ha vuelto en una oligarquía que decide a diestra y siniestra el destino de millones que no son consultados. Si concebimos la democracia como un ritual que comienza y termina en el acto soberano del voto cada cuatro años, no queda más que concluir que el sistema chileno ha fallado.

Pero me interesa más observar la incidencia del mundialismo en este cambio sistémico, teniendo en vista los debates sobre el tema que surgen desde fines de los años 60 en Francia, se instalan en la década del 80 en toda Europa y comienzan a cobrar fuerza en Chile desde los 90. El gobierno militar chileno se puede interpretar como un momentum que congeló el devenir de la historia lineal y distorsionó de esta manera la causa-efecto que se debía desarrollar a nivel cultural. El país heredó del régimen un modelo que prometía la prosperidad material, alineando así al país con la hegemonía estadounidense del modelo neoliberal. El modelo ponía como realidad última, o como superestructura de la sociedad, el orden del mercado, reduciendo la realidad del ser a la realidad del valor y la transacción. De esta forma, la sociedad chilena relegó su realidad compleja a la mera mercantilización de bienes y servicios, y descuidó el cultivo de su identidad, una herencia de virtudes morales y respeto a los símbolos de la tradición. Por el contrario, lo que cultivó fue una sociedad de lo instantáneo, que tasa la importancia de la vida y su dignidad según la capacidad adquisitiva. Este modelo de sociedad reemplaza a la felicidad por el exitismo, suplanta al sacrificio virtuoso por el endeudamiento y, en definitiva, hipoteca el ser nacional, perdiendo el arraigo a la tierra y su comprensión soberana.

Un país que pone el orden del mercado por sobre la dignidad comprendida en su profundidad antropológica y no materialista, es una sociedad que se abre al relativismo moral y al nihilismo de la trascendencia. Ello da paso al multiculturalismo desarraigado y al liberalismo a ultranza, ese que no se contenta con eliminar las regulaciones estatales para el libre mercado sino que también persigue el liberalismo moral. Se trata de un fenómeno que los menos doctos confunden con los socialismos marxistas de antaño y catalogan como movimientos de izquierda. Cayendo incluso en contradicciones de facto, aquellos que hoy pregonan que este o aquel es de izquierda, son los mismos que durante 30 años no fueron capaces de leer más allá de la economía y los negocios, queriendo ser parte de la competencia exitista de la mal llamada élite criolla, para sentirse cada vez más americano del norte, amante de Starbucks y McDonald’s, siguiendo al pie de la letra el surrealismo de las vacaciones de simulacro en Disney World.

En Chile, se ha superpuesto el relato al dato, un relato que no es de izquierdas ni de derechas y que desea un Estado no opresor que se limite a garantizar mínimos sociales. Basta una simple mirada para darse cuenta de que la hegemonía cultural no sintoniza con  las izquierdas tradicionales de corte marxista ni gramscianas. Por el contrario, es fiel heredera del posmodernismo francés, donde su santo patrono es Foucault, lo que no tiene nada que ver con las paupérrimas interpretaciones de ingenuos que ven revoluciones moleculares por doquier. Por el contrario, aquí lo que encontramos es la herencia del “todo vale”, de la autopercepción, de la negación de la realidad en cuanto lo que es. Una sociedad sin reglas ni policías que obliguen a cumplirlas, muy lejos del pensamiento estalinista. Curioso resulta el apego que tenía Foucault a Estados Unidos y su manera de vivir la vida, curioso que un país capitalista entregue esas posibilidades. Claro, porque el liberalismo económico coincide en su máxima expresión de anarcocapitalismo con una sociedad sin un Estado panóptico.

En Chile, somos consecuencia de las fuerzas que han empujado los modelos extranjeros: la derecha económica liberal que ha reducido a la sociedad a una manera de hacer negocios, comprendiéndola desde los meros datos; y la izquierda que reniega de su tronco marxista y prefiera abrazar los textos franceses. En este proceso, llegan a un punto de encuentro: ambos se oponen a un Estado que se involucre en sus asuntos, unos de corte económico y otros de corte moral. No es casualidad que haya políticos de derecha defensores del modelo económico que abrazan políticas proaborto y comulgan con la ideología de género, mientras que enfrente suyo, políticos comunistas han hecho fortunas de la mano del libre mercado.

Lo que ha ocurrido en Chile no es ni revolución ni ideologías contaminantes marxistas. Es simplemente el puro y duro liberalismo atacando en todos sus frentes. Convirtiendo poco a poco al país en una aldea del gobierno mundial, alineándolo con los intereses económicos extranjeros y los intereses morales de la ONU y cuanta ONG que empuja este desmadre.

El camino natural para superar esta debacle liberal globalista será reencontrarse con la sangre del pueblo, esa que tiene su arraigo en la tierra y encuentra su ser en el paisaje que ha convertido a Chile en un ser nacional resiliente capaz de enfrentarse a la naturaleza y al devenir de la historia.

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