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Hacia una nueva normalidad. Por Cristián Barros

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Política y pandemia

(El siguiente es un extracto del artículo de Cristián Barros para el libro Política y pandemia. Los límites del liberalismo y la dictadura terapéutica, próxima publicación de Ignacio Carrera Pinto Ediciones)

Pretender adivinar el futuro solo garantiza el ridículo, existiendo fuera un mundo de creciente y vertiginosa complejidad. Comoquiera que fuese, ciertas tendencias emergen hoy con un perfil más nítido de lo que podría haber sucedido un año atrás, en un escenario prepandémico. No es este el sitio para examinar la coherencia ni el éxito de las políticas públicas de salud frente al COVID-19, ni de cuestionar los grados de contagio y letalidad de este último, variables epidemiológicas en todo comparables a los de una influenza estacional. En las líneas que siguen nos concentraremos, más bien, en examinar las reacciones de los Estados y los mercados, así como las alternativas geopolíticas que plantea la peculiar plaga.

CERDOS Y SEDA

En principio, se torna patente que China ha sido tal vez la economía menos afectada por la crisis resultante de la hibernación forzosa. Esto se debe en parte al dirigismo tradicional, de estilo confuciano, de los mandarines comunistas, pero también al conformismo de las grandes masas. La versión china de mercantilismo —a medio camino entre la experiencia proteccionista e industrialista de EE. UU. en el siglo XIX y la NEP soviética de 1920— ha gozado asimismo de los beneficios del «desarrollo desigual y combinado» y la «cuarta revolución industrial». En otras palabras, al llegar tarde a la carrera manufacturera, China pudo copiar y adaptar selectivamente las tecnologías más eficientes, eludiendo el lastre de anteriores etapas de la evolución fabril. Asimismo, las ciencias de la información juegan aquí un rol crucial, pues China se ha servido de estas para perfeccionar su estado paranoide y policial, cuyo objeto es mantener sumisa y disciplinada a su propia clase trabajadora.  

Ahora bien, las reformas neoliberales de Deng Xiaoping han creado un gulag que excreta chatarra de acuerdo a los aleatorios apetitos de Occidente, pero también ha logrado elevar el nivel de vida local, cuya más elocuente manifestación es el soberbio aumento del consumo de cerdos y aves de corral. En efecto, China es uno de los epicentros de la industria global del puerco, cuya crianza en condiciones de brutal hacinamiento engendra un perpetuo florecimiento de nuevos virus zoonóticos. Avanzado el 2019, en vísperas del estallido del COVID-19 en la provincia de Hunan, la élite del Partido Comunista debía enfrentar una guerra de dos flancos: por un lado, la insurgencia de Hong-Kong; y por otro, la escasez de cortes de cerdo en los mercados nacionales.

Para octubre de ese año, la carne de puerco había doblado su precio, pues la oferta africana del animal sufrió un serio retroceso a causa de otro virus, el ASFV, peste felizmente no transmisible a humanos. Muy propiciamente para el gobierno chino, la erupción del COVID-19 puso una mordaza tanto a las protestas de Hongkong como al malestar de los comensales del Reino Medio. En un mundo en que muy pronto los cerdos alcanzarán los cien billones de individuos, no parece una gran sorpresa la futura recurrencia de pánicos virales. 

Otra de las peripecias de la globalización china tuvo lugar en el norte de Italia, donde la diáspora asiática ha conquistado gran parte de la industria del cuero. Factorías dignas de Dickens proliferan en toda la Toscana, regentadas por una enérgica burguesía china, bastante asimilada, que emplea el trabajo informal o semiesclavo de inmigrantes recientes. Tales enclaves —así por ejemplo Prato, donde prospera, a quince millas de Milán, una colonia de empresarios del sur de Shanghai— suscitaron suspicacias al revelarse la galopante mortalidad de las ciudades del norte de la península.

Por supuesto, más allá de ciertos prejuicios, una curtiembre no es muy distinta a un matadero de animales, y cabe la posibilidad —no sustanciada hasta aquí— de que los focos de infección se hayan originado en los cobertizos semiclandestinos donde se manufactura el último bolso Gucci. Con todo, la expansión mercantil china no se ha interrumpido gran cosa.

Pero aun si China continúa su marcha ascendente —las perspectivas de la Nueva Ruta de la Seda parecen promisorias—, la misma extraterritorialidad y porosidad del COVID-19 ha puesto nuevamente de moda a las fronteras. Resulta paradójico, por decir lo menos, que estas se hayan replegado concéntricamente desde los límites del Estado-nación a los de los mismos hogares. Irónicamente, la amenaza del extraño —fantasma encarnado en la manoseada dialéctica del Otro— ha pasado ya desde la figura del islamista radical a la del vecino de la otra casa. En un fascinante ensayo, Régis Debray nos recuerda la necesidad de fronteras, de umbrales, de membranas, para evitar así los muros de la incomunicación. En el fondo, la globalización del capital simplemente ha corrido los cercos: los vecindarios de la plutocracia nadan en alambradas y centinelas armados, mientras el precariado de reserva, móvil y desarraigado, se agolpa en los extramuros de Cosmópolis. Curiosamente, la misma protesta occidental contra la cuarentena es síntoma del malestar de una clase trabajadora jibarizada y reducida literalmente a un escuálido sector de servicios. A simple vista, son los meseros y dueños de pequeños restaurantes y comercios quienes reivindican un —a estas alturas obsoleto— derecho a la normalidad.  

LA GRAN REASIGNACIÓN

En cuanto a su impacto en la demografía, el COVID-19 es francamente una risible minucia, sobre todo si se lo compara a la Gripe Española del 1914, y a la legendaria Muerte Negra del 1350, plaga que cobró un tercio de la población europea. Entre las consecuencias de esta última, destacan la puja alcista por los salarios que reclamaban los trabajadores supervivientes y la concomitante redistribución del ingreso. En verdad, la peste bubónica de mediados del Trecento se considera actualmente como un auténtico parteaguas en la historia económica de Occidente. Cierto investigador (Pamuk, 2005) atribuye un ascenso sostenido de los salarios reales hasta doblar su nivel anterior a la peste, lo que redundó en una revitalización del consumo de las masas. He aquí, pues, el origen de un lento círculo virtuoso que llevaría a una mejora paulatina de las técnicas agrícolas y al nacimiento de la manufactura textil en las ciudades del Atlántico norte.

A diferencia de la Muerte Negra, el COVID-19 es una enfermedad que ocurre más en las mentalidades, en los imaginarios, que en la demografía sans phrase. Esto no significa, desde luego, que la actual pandemia no tenga efectos reales. Muy al contrario. Dado el carácter alucinatorio de una ecomomía global basada en el dinero fiduciario y en los flujos especulativos, es el miedo —y la manipulación del miedo por parte de la clase rentista internacional— el resorte maestro de buena parte de los movimientos de inversiones. Sea dicho entre paréntesis, la bibliografía sobre la irracionalidad de los mercados financieros es amplia, si bien el fenómeno es raramente abordado por la prensa o la academia oficiales.

En todo caso, no debiera sorprendernos que las acciones bursátiles de compañías virtuales —especialmente las pertenecientes al grupo FANG (Facebook, Apple, Netflix, Google)— se hayan convertido en la alcancía del inversionista medio. De acuerdo a un artículo del Financial Times de mayo del 2020, el índice compuesto de Nasdaq —primera bolsa electrónica del mundo, y sismógrafo fidedigno del comportamiento de los nuevos monopolios tecnológicos— ha sobrepasado las expectativas más optimistas. Así, por ejemplo, si Amazon ha doblado sus ingresos directos en la economía real, su cotización bursátil al presente bordea ya el trillón de dólares, bonanza que crece en paralelo con la cuarentena obligatoria. Irónicamente, el coronavirus ha engendrado una singular mezcla de lo arcaico y lo futurista. Se trabaja desde casa, como en el taller de las hilanderas campesinas, pero lo que se hace resulta intangible y ectoplásmico: conferencias telemáticas, yoga en línea, pornografía con vibradores a distancia…  

Otro tanto acontece con los grandes carteles farmacéuticos, cuyas acciones en bolsa experimentaron alzas del 10 al 20 por ciento cada nuevo trimestre que pasa desde el estallido del coronavirus. Crecimientos de dos dígitos es la regla general para los gigantes de la salud mercenaria —J&J, Pfizer, Roche, Novartis, Merck, GSK, Sanofi—, cuyos más lucrativos portafolios son los inmunológicos (niños) y oncológicos (adultos). Claramente, más que la salud de las personas, lo que Big Pharma desea es implementar una convalecencia programada; es decir, la cronificación de la enfermedad y no su cura. Al respecto, el premio Nobel de Medicina Harald zur Hausen, descubridor del origen viral del cáncer cervical, ha denunciado severamente la manipulación comercial de la investigación en salud pública por parte de las grandes farmacéuticas, cuyos antivirales mantienen precios prohibitivos para una enfermedad que afecta mayoritariamente a las mujeres del Tercer Mundo. El abuso provoca aún mayor oprobio y escándalo cuando se admite que el negocio farmacéutico recibe masivos subsidios del Estado —ya sea a través de laboratorios públicos que ceden patentes a privados, ya a través de la filantropía circular de las mismas farmacéuticas, exentas de pagar impuestos al invertir en sus propios laboratorios.  

Por lo pronto, un estudio de junio del 2020 estima que, solo para la economía de EE. UU., el 42 por ciento de los trabajos perdidos durante la pandemia no volverán en el futuro inmediato. Los autores de la investigación, patrocinada por la colmena estadística del NBER[1], constatan que la tasa de reemplazo laboral es, a lo sumo, de diez a tres. En otras palabras, de cada diez trabajadores despedidos en EE. UU. solo se recontratarán tres, y estos últimos generalmente en el sector de servicios: flamantes empleados del ubicuo despacho a domicilio. Se augura, asimismo, que los negocios en línea crecerán en desmedro de los comercios locales y las transacciones de persona a persona.

Nada nuevo en realidad. Se trata más bien de la aceleración de una tendencia ya establecida: deslocalización, desindustrialización, virtualización, y ascenso del dinero digital. En la práctica, menos manicuristas y más promotoras de telemercadeo. Obviamente, las economías de Asia exhiben hoy una mejor salud que sus contrapartes de Occidente, como así lo anuncia el artículo del Wall Street Journal de este 15 de noviembre, que califica la bonanza oriental como un Zoom Boom. Si el PIB global se contraerá 4 o 5 puntos respecto del 2019, China puede crecer todavía por sobre 2 por ciento. Pero hay más. 

En una rara sincronía, el año del COVID-19 ha sido también el año del 5G, innovación que promete, si se da crédito a la propaganda en boga, una absoluta instantaneidad de las conexiones virtuales. Así, por ejemplo, un neurocirujano en Delhi podría perfectamente operar a través de un brazo robótico en un quirófano de Delaware, sin ningún tipo de desfase en la señal. Igualmente, un ingeniero de explosivos en Mumbai podría dirigir la detonación programada de algún edificio patrimonial a las afueras de Múnich —sin duda para extraer carbón del subsuelo, prueba de que en la edad de los hologramas el combustible fósil todavía es rey. Comoquiera que fuese, el 5G será un impulso crucial para la integración y perfeccionamiento de las así llamadas cadenas globales de valor —a condición de que los fletes navieros cuenten con petróleo barato.

Los optimistas de la globalización, como así lo plasma un reciente estudio del Foro Económico Mundial, confían en que el 5G refinará los procesos de toma de datos y análisis predictivo. Muy curiosamente, la opinión liberal se llena de ruido y furia cuando el Estado incurre en la menor veleidad dirigista, invocando como elemento disuasor el fiasco de los planes quinquenales soviéticos. Pero, muy al contrario, los economistas ortodoxos se ahorran todas sus críticas cuando los grandes monopolios planifican y crean modelos de producción y consumo. Invita al sarcasmo el que capitalismo alcance hoy un paroxismo planificador en sus instancias de mayor sofisticación técnica (compañías digitales e industria militar), y que las bolsas se comporten como un asilo de histéricas. No obstante, la marcha del progreso —y su avatar actual: la hibris cibernética— no conoce pausas. El estudio en cuestión celebra un mundo de coches sin conductores, hospitales sin enfermeras y hoteles sin recepcionistas. En fin, si ayer vinieron por mí, hoy vienen por ti: la marea de la automatización devora primero a los obreros manuales, luego a los profesionales del servicio. Claramente, no se ve adónde irán a refugiarse los nuevos desempleados, pero seguro mitigarán el ocio sobreviniente con juegos de video sin latencia.


[1] National Bureau of Economic Research. Organización gubernamental estadounidense dedicada a la investigación económica.

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