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La «democracia iliberal» y sus enemigos. Por Alain de Benoist

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(Traducción de Jesús Sebastián Llorente)

(Capítulo del libro La crisis de la democracia liberal de Alain de Benoist, recientemente publicado por Ignacio Carrera Pinto Ediciones)

La democracia liberal está hoy en declive. Lo testimonian, no sólo diversos ensayos recientes, publicados principalmente en los países anglosajones, sino también por el ascenso de un nuevo fenómeno al cual se ha dado un nombre significativo: la democracia iliberal.

Con el mismo título que el ascenso de los populismos ‒una “lepra”, según Emmanuel Macron‒, la aparición de las “democracias iliberales” es un nuevo fenómeno que atestigua el agotamiento del sistema parlamentario y representativo en beneficio de una forma de democracia a la vez más soberanista y más respetuosa de la voluntad popular.

La expresión de “democracia iliberal” es, evidentemente, ambigua, y se le puede contestar diciendo que ella puede desembocar, en algunos casos, en regímenes puramente autoritarios en el sentido más llano, pero también que puede ser el signo de una poderosa renovación de la democracia. Pero ¿qué hay que entender cuando hablamos de iliberalismo?

El término de “iliberalismo” apareció en el transcurso de la década de los años 90, pero realmente no se popularizó hasta la publicación del famoso artículo publicado a finales de 1997 por Fareed Zakaria en la revista Foreign Affairs, publicación a la que siguió un libro que ha suscitado numerosos debates.

Fareed Zakaria define la democracia iliberal como una doctrina que separa el ejercicio clásico de la democracia de los principios del Estado de derecho. Se trata de una forma de democracia donde la soberanía popular y la elección continúan jugando un rol esencial, pero que no duda en derogar ciertos principios liberales (normas constitucionales, libertades individuales, separación de poderes, etc.) cuando las circunstancias lo exigen. Esto se traduce en un rechazo del individualismo y del “lenguaje de los derechos”, un rechazo de las visiones kantianas de la “paz perpetua” y un rechazo también de una parte importante de la herencia de la Ilustración. “Se encuentra, de esta forma, más próximo de la voluntad general de Rousseau que de la separación de poderes según Montesquieu”, señala Jacques Rupnik. El neoconservador norteamericano Daniel Pipes habla, por su parte, de “civilizacionistas” para calificar la asociación de los populistas y los “iliberales”.

En su artículo Zakaria afirma que la democracia iliberal se afirma hoy “de Perú a la Autoridad palestina, de Sierra leona a Eslovaquia, de Pakistán a las Filipinas”, lo que quizás sea un poco exagerado. Lo que es cierto, por el contrario, es que en Europa, en los países del Grupo de Visegrado, en Hungría, en Polonia, en Chequia, en Eslovaquia, pero también en Croacia, en Eslovenia, en Rumanía, en Austria, y ahora en Italia, se han establecido, desde hace algunos años, gobiernos orientados hacia el “iliberalismo” sobre un fondo de descrédito de los antiguos partidos institucionales y de difuminación de la división izquierda-derecha. “Se puede hablar de democracia no-liberal del Báltico al Adriático”, observa también.

Hacia una “Orbanización” de Europa

El politólogo Sylvain Kahn, autor de una reciente Historia de la construcción de Europa desde 1945, no duda en hablar de una “Orbanización de Europa”. Es, en efecto, Viktor Orbán, primer ministro húngaro desde mayo de 2010, constantemente reelegido con mayoría absoluta, el primero en reivindicar abiertamente esta etiqueta durante un discurso pronunciado en 2014 en el marco de una universidad de verano del partido Fidesz: «La nación húngara no es un agregado de individuos, declaraba, sino una comunidad que tenemos que organizar, fortificar y también elevar. En este sentido, el nuevo Estado que está en trance de edificarse no es un Estado liberal sino iliberal». Y añadía que es necesario «comprender los sistemas que no son occidentales, que no son liberales, y que, por tanto, logran el éxito en ciertas naciones».

Orbán, que propone al pueblo húngaro y a las naciones europeas formar un bloque contra todo lo que amenaza sus valores comunes, constata que la democracia liberal “no ha sido capaz de obligar a los gobiernos a defender prioritariamente los intereses nacionales, a proteger la riqueza pública del pago del endeudamiento”. Además, añade, la democracia no es necesariamente liberal: «Se puede ser demócrata sin ser liberal». En septiembre de 2017, Viktor Orbán declaraba incluso ante el Parlamento húngaro que la adopción por los países de Europa central del “liberalismo occidental” significaría un suicidio espiritual para los centroeuropeos. Un mes más tarde, el 23 de octubre, día de la fiesta nacional, prevenía nuevamente contra «la fuerza mundial que quería hacer de las naciones europeas un magma estandarizado» y denunciaba «el imperio financiero que nos impone nuevas oleadas migratorias, millones de inmigrantes, y nuevas invasiones de población para hacer de Europa una tierra mestizada».

Tomando esta posición, Orbán, por supuesto, ha atraído las iras de la Comisión de Bruselas, de Georges Soros y de todo lo que en el mundo se considera liberal. Su respuesta: «Nosotros no seremos una colonia. Nosotros no aceptamos el diktat de Viena de 1848 y, posteriormente, nosotros nos opusimos a Moscú en 1956 y en 1990. Hoy, no permitiremos a nadie que dicte nuestra conducta».

Regímenes sin liderazgo

Las causas del ascenso del “iliberalismo” son evidentes, y remiten, en ciertos aspectos, a las mismas que explican el éxito de los partidos populistas. Comparten, en primer lugar, la constatación de que las democracias liberales se han transformado, un poco por todas partes, en oligarquías financieras separadas del pueblo: ineficacia, impotencia, corrupción, partidos transformados en simples máquinas electorales, gobierno de los expertos, visión cortoplacista, etc. A ello se añade algo más grave: en las democracias liberales, las naciones y los pueblos ya no tienen los medios para defender sus intereses. ¿Qué sentido puede tener la soberanía del pueblo si los gobiernos ya no tienen la independencia necesaria para fijar, por sí mismos, sus grandes orientaciones en materia económica, financiera, militar, en materia de política extranjera? ¿Puede continuar la imposición de principios jurídicos que, en lugar de favorecer la cohesión de los pueblos conducen a su disolución?

Son frecuentes las observaciones de desengaño, como las realizadas el 3 de marzo de 2018 durante el fórum organizado en Abu Dabi por Nicolas Sarkozy, según el cual «las democracias modernas destruyen el liderazgo: ¿Cómo podemos tener una visión a diez o veinte años y, al mismo tiempo, tener un ritmo electoral, por ejemplo, cada cuatro o cinco años? Los grandes líderes del mundo surgen en países que no son grandes democracias».

La expresión “democracia iliberal” dice bien lo que quiere decir: es una teoría democrática, pero hostil al liberalismo. Representa, así, una ruptura histórica con la época en la que, en los países occidentales, la expresión “democracia liberal” era considerada como un pleonasmo. Para comprenderlo, señala Fareed Zakaria, hay que dejar de identificar liberalismo y democracia: «El liberalismo constitucional es teóricamente diferente e históricamente distinto de la democracia». Es también lo que recuerda el politólogo Philippe C. Schrnitter, antiguo profesor en las universidades de Stanford y de Chicago: «El liberalismo, como concepción de la libertad política o como doctrina en materia de programa económico, puede haber coincidido con el advenimiento de la democracia, pero jamás ha estado, invariablemente ni sin equívoco, ligado a su práctica».

Impolítica del liberalismo


¿Qué es, entonces, lo que separa, e incluso opone, liberalismo y democracia? ¿En qué se distinguen los principios liberales de los principios democráticos? ¿Y por qué el liberalismo puede, a fin de cuentas, ser considerado como una impolítica?

La democracia implica el poder soberano del “demos” o, si se prefiere, la soberanía popular en tanto que poder constituyente. La democracia es la forma de gobierno que responde al principio de la identidad de puntos de vista de los gobernantes y los gobernados, siendo la identidad primera la de un pueblo concretamente existente por sí mismo en tanto que unidad política. Todos los ciudadanos que pertenecen a esta unidad política son formalmente iguales.

El principio de la democracia no es el de la igualdad natural de los hombres entre sí, sino el de la igualdad política de todos los ciudadanos. «Nosotros no nacemos iguales, escribe Hannah Arendt, devenimos iguales en tanto que miembros de un grupo, en virtud de nuestra decisión de garantizarnos mutuamente derechos iguales». La “competencia” para participar en la vida pública no tiene otra fuente que la de ser ciudadano: el sufragio obedece a la regla “un ciudadano, un voto”, y no a la regla “un hombre, un voto”. El pueblo, en democracia, no expresa mediante el sufragio las proposiciones que, para él, serían más “auténticas” que otras. Hace falta saber cuáles son sus preferencias y si él apoya o desautoriza a sus dirigentes. Como escribe con razón Antoine Chollet, «en una democracia, el pueblo ni se equivoca ni tiene razón, sino que simplemente decide». Este es el fundamento mismo de la legitimidad democrática. Es así como la cuestión de saber quién es ciudadano ‒y quién no lo es‒ es la cuestión fundadora de toda práctica democrática. Es también la razón por la que las fronteras territoriales de la unidad política son esenciales.

Paralelamente, la definición democrática de la libertad no es la ausencia de obligaciones o de restricciones, como en la doctrina liberal o en Hobbes («la ausencia de obstáculos exteriores», leemos en el Leviatán), sino que se identifica con la posibilidad, para cada cual, de paticipar en la definición colectiva de las obligaciones sociales. Las libertades, siempre concretas, se aplican a los dominios específicos y a las situaciones particulares. 

El liberalismo es bien diferente. Mientras que la política no es una “esfera”, ni un dominio separado de los otros, sino una dimensión elemental de toda sociedad o comunidad humana, el liberalismo es una doctrina que, en el plano político, divide a la sociedad en un determinado número de “esferas” y pretende que la “esfera económica” debe ser considerada autónoma frente al poder político, ya sea por razones de eficacia (el mercado no funciona de forma óptima salvo que nada interfiera su funcionamiento “natural”), ya sea por razones “antropológicas” (la libertad de comercio, decía Benjamin Constant, libera al individuo del poder social, porque es, por definición, el intercambio económico el que mejor permite a los individuos maximizar libremente sus intereses). La economía, percibida originalmente como el reino de la necesidad, se convierte así, por excelencia, en el de la libertad.

Los derechos del hombre, no del ciudadano

Redefinida en un sentido liberal, la democracia ya no es el régimen que consagra la soberanía del pueblo, sino el que “garantiza los derechos humanos”. Los derechos humanos priman sobre la soberanía del pueblo hasta el punto de que aquella no es respetada sino en la medida en que no los contradiga: el ejercicio de la democracia se coloca así bajo ciertas condiciones, comenzando por la de respetar los “derechos inalienables” que poseería todo individuo por la simple razón de su existencia. Confundida con un “Estado de derecho” que se ha convertido en el horizonte insuperable de nuestra época, la democracia se transforma en un movimiento hacia una igualdad, siempre mayor, de condiciones, una libertad supuestamente resultante de la libre confrontación de derechos, no siendo comprendida sino como sinónimo de “mismidad”. El Estado de derecho disuelve la política bajo el efecto corrosivo de la multiplicación de derechos. Como dice Marcel Gauchet, «al ser invocados sin cesar, los derechos humanos acaban por paralizar la democracia».

El Estado de derecho, del que hay que recordar que ahora se trata, principalmente, de un Estado de derecho privado, implica la primacía del derecho sobre el poder político y reposa sobre el imperativo de obediencia a la ley. Apoyándose sobre la metafísica de los derechos humanos, los únicos censados a garantizar la dignidad humana, consagra el poder de las leyes como normas generales que se imponen a cada uno, comenzando por los dirigentes. La legitimidad es así abatida sobre la simple legalidad, reinando el derecho positivo de forma puramente impersonal y procesal. Carl Schmitt mostró que este sistema elimina la noción misma de legitimidad y que se revela incapaz de funcionar en las situaciones de urgencia, donde las normas no siempre son válidas y eficaces. Como bien señala Jacques Sapir, «Schmitt considera que el parlamentarismo liberal crea las condiciones para que la legalidad suplante a la legitimidad». Esta sustitución de la política por el derecho conduce, en efecto, a vaciar la política de su sustancia. «La máquina política no es más que un dispositivo artificial teniendo por vocación realizar mejor la discusión sobre el contenido del derecho», escribe Fabrice Flipo. Schmitt lo resume en una frase: «El reino del derecho no es más que el reino de los que establecen y aplican las normas de derecho».

El Estado de derecho va necesariamente a la par con el individualismo liberal y su concepción de una libertad “negativa”, que no concierne más que al individuo, nunca a la colectividad. Esto es lo que explica que el liberalismo sea fundamentalmente hostil a la noción de soberanía ‒salvo, por supuesto, a la soberanía del individuo. Para él, toda forma de soberanía que exceda del individuo es una amenaza para su libertad. Condena, entonces, la soberanía política y la soberanía popular por el motivo de que la legitimidad no pertenece más que a la voluntad individual. «Desde el momento en que hay una soberanía, hay despotismo», decía ya Royer-Collard. Estando el individuo planteado como soberano en lo absoluto, el Estado no disfruta de ninguna legitimidad intrínseca.

La confiscación de la democracia


No reconociendo la validez de ninguna decisión democrática que podría atentar contra los principios liberales o la ideología de los derechos humanos, el liberalismo nunca admite que la voluntad del pueblo deba ser siempre respetada. Desconfiando del pueblo, desconfía también del sufragio universal, del que siempre intenta impedir su extensión, acudiendo a una tradición racionalista siempre tendente a descalificar la opinión. En el pasado, buscaba reservarlo en beneficio de los “más ricos” o de los “más competentes”, lo que explica que haya favorecido durante mucho tiempo el sufragio censitario (en los Estados Unidos encontramos esta idea en Alexander Hamilton, considerado como “el padre del capitalismo americano” en el momento de la Convención constitucional de 1787).

Por otra parte, atendiendo al principio de representación, todas las democracias liberales son también democracias parlamentarias representativas, lo que significa que la soberanía parlamentaria ha sustituido a la soberanía popular. Para el liberalismo, el poder no consiste fundamentalmente en poder dirigir, sino en representar a la sociedad. Pero el pueblo tiene menos vocación a hacerse representar que a estar presente él mismo como auténticamente soberano.

Existe, en todo gobierno representativo, una evidente inflexión antidemocrática, lo que ya había visto Rousseau: «Desde el momento en que un pueblo se dota de representantes, ya no es libre (Contrato social, III, 15). La participación política está, en efecto, limitada a las consultas electorales, lo que significa que el “demos” no reagrupa a los actores, sino solamente a los electores. Se afirma implícitamente que el pueblo no puede tomar, por sí mismo, la palabra, que no debe dar directamente su opinión sobre los problemas del momento o sobre las decisiones que comprometen su futuro, que incluso hay sujetos que deben ser sustraídos a su apreciación, debiendo ser ejercidas, las decisiones y las elecciones, por los únicos representantes designados, es decir, por las élites que generalmente no cesan de traicionar a aquellos gracias a los cuales ostentan el poder, en primer lugar de los cuales se encuentran los expertos, que confunden regularmente los medios y los fines. Siéyès, en 1789, definía ya el régimen representativo como el que permite “interpretar” mejor la voluntad del pueblo de lo que éste podría hacer por sí mismo. Cuando un escrutinio tiene lugar, se dice que “el pueblo ha hablado”, lo que sólo quiere decir que a partir de entonces ya no tiene otra opción que la de callarse.

La lección de Carl Schmitt

Siendo la democracia, en primer lugar, una “cracia” (kratos), el liberalismo no puede sino buscar limitarla, porque desconfía del poder del pueblo, igual que de todo poder. A la igualdad de los ciudadanos, opone así la libertad de los individuos. Lo esencial es, entonces, limitar el poder (de ahí la insistencia en la “separación de poderes”, legislativo, ejecutivo y judicial, y la necesidad de “contrapoderes”) y, a través de él, la autoridad ‒sin ver que en una democracia el fundamento de la autoridad tiene, en principio, un carácter sistémico.

Buscando erigir “contrapoderes”, el liberalismo traba la soberanía popular por diversos canales. En Europa occidental, los poderes cada vez deben adecuarse más a los Consejos (o Tribunales) constitucionales, encargados de verificar la conformidad de las decisiones políticas con el contenido de la Constitución. El método consiste en integrar en la parte normativa de la Constitución cosas que no pueden hacerse. Existe así la obligación de que el Parlamento no adopte más que leyes “conformes” con un texto puramente declamatorio. A esto se añaden las limitaciones resultantes de los Tratados europeos, del poder de los Jueces, de las decisiones del Tribunal europeo de los derechos humanos, etc. Y otras tantas maneras de oponer el primado de los derechos humanos y la pura legalidad a la legitimidad de la soberanía popular.

Carl Schmitt que, como sabemos, definía la específica relación de la que deriva toda actividad política ‒su “criterio”‒ no por la “enemistad”, como se dice con frecuencia, sino por la posibilidad de una distinción y de un antagonismo dialéctico entre el amigo y el enemigo, afirmaba el carácter impolítico del liberalismo. Una de las razones es que el liberalismo no admite que el conflicto forme parte irreductible de la naturaleza humana: ya sea creyendo poder hacerlo desaparecer facilitando el desarrollo del “dulce comercio (la era del comercio reemplazando a la de la guerra, como decía Benjamin Constant) y de las discusiones sin fin ‒estas últimas entendidas según el modelo de negociación comercial‒, ya sea dibujando un cuadro apocalíptico donde la guerra supuestamente opondría el Mal absoluto a un Bien asimilado a la “humanidad”. El liberalismo, observa Schmitt, intenta reducir al enemigo a un competidor, desde el punto de vista de los negocios, y a un adversario al que enfrentarse en un debate, desde el intelectual. En realidad, «toda unidad política es necesariamente, o bien el centro de decisión que comanda el reagrupamiento amigo-enemigo, y entonces ella es soberana en este sentido (y no en cualquier sentido absolutista), o bien ella es simplemente inexistente».

«Quien dice humanidad quiere engañar»


La ideología de los derechos humanos sólo reconoce a la humanidad y al individuo. Sin embargo, la política se articula sobre lo que se sitúa entre estas dos nociones: los pueblos, las culturas, los territorios, los estados. Porque todas estas realidades implican la existencia de fronteras, sin las cuales la distinción entre ciudadano y no-ciudadano (o extranjero) se encuentra privada de significado. La humanidad no es un concepto político: no se puede ser “ciudadano del mundo”, porque el mundo político no es un universo, sino un pluriverso: la política implica una pluralidad de fuerzas en presencia. La humanidad no puede ser una unidad política porque no tiene enemigo sobre el planeta (salvo metafóricamente). Esta es la razón por la que el liberalismo no puede hacer la guerra sino contra aquellos que representa como “enemigos de la humanidad”, desencadenando, por su parte, la guerra más espantosa jamás vista. Y Schmitt cita la frase atribuida a Proudhon: «Quien dice humanidad quiere engañar». De ahí se deduce, como escribe Michael Sandel, que «los principios universales son inaptos para fijar una identidad política común». «Un planeta definitivamente pacificado, escribe incluso Carl Schmitt, sería un mundo sin distinción de amigos y enemigos y, por consiguiente, un mundo sin política».

Se comprende mejor, desde esa perspectiva, en qué el liberalismo es fundamentalmente impolítico. Está ya en su concepción general del hombre: el hombre no es, para esta doctrina, un ser político y social, cuya divisa podría ser “inter homines esse”, sino un ser económico (homo oeconomicus) separado de sus semejantes que busca siempre maximizar su mejor interés. De ahí su adhesión al librecambio, que implica la separación de cualquier forma de autoridad política (su carácter utópico resulta precisamente de la imposibilidad de separar totalmente el intercambio económico de las relaciones de poder que le impiden funcionar “libremente).

También está en su concepción de la práctica del gobierno: la forma muy saint-simoniana con la que busca doblar el gobierno de los hombres sobre la administración de las cosas atestigua su esperanza de “neutralizar” las cuestiones política reduciéndolas a cuestiones técnicas, siendo la misma técnica considerada como eminentemente “neutra” ‒lo que, evidentemente, no es‒, sin ver que, incluso si la técnica no fuera más que un instrumento, la cuestión que se plantearía inmediatamente sería la de saber quién hace uso de la misma y al servicio de quién. Reduciendo el gobierno a la gobernanza, es decir, a la puesta en marcha de competencias técnicas ordenadas a la simple gestión administrativa, el liberalismo deriva de lo que Jean-Claude Milner llama con razón “la política de las cosas”. Está, finalmente también, en la idea de que los gobiernos no deben tomar posición en materia de la “vida buena”, lo que conduce a la depauperación de lo político, al menos si se considera, con Aristóteles, que «la finalidad de la política no consiste en nada menos que permitir a la gente desarrollar sus capacidades y sus virtudes propiamente humanas», llevando a la política a no ser más que “la economía por otros medios”.

Los «años de la decisión»

El liberalismo, así, no puede, en rigor, exigir a los miembros de la sociedad que den su vida para hacer frente a una amenaza que pese sobre la existencia común, puesto que, desde su punto de vista, «no hay programa, ni ideal, ni norma ni finalidad, que pueda conferir el derecho de disponer de la vida física del otro». No hay sacrificio posible allí donde el interés y el egoísmo interesado están consagrados, allí donde el individuo es, al mismo tiempo, terminus a quo y terminus ad quem.

En opinión de Schmitt, el liberalismo significa, pues, una “despolitización total”. La dominación del liberalismo, explica, entraña inexorablemente la despolitización por la polaridad de la moral (los derechos humanos) y de la economía (el mercado). Los liberales pueden, por supuesto, “hacer política” (la democracia liberal sabe ser autoritaria cuando le interesa) ‒pero no pueden hacerla por referencia a sus principios: «Si la negación de lo política implicada en todo individualismo consecuente, comanda una práctica política de desconfianza hacia todos los poderes e instancias políticas y hacia todos los regímenes imaginables, ello nunca conducirá a una teoría positiva del Estado y de la política que le sea propia». Conclusión: «No hay siquiera una política liberal sui generis, no hay más que una crítica liberal de la política».

Pero Carl Schmitt señala también ‒y esto es lo más importante‒ que toda sociedad despolitizada está llamada a convertirse en «el siervo de un pueblo extranjero políticamente activo». Lo que nos permite volver sobre nuestro tema de partida.

Otra causa esencial de la aparición de las democracias iliberales es, en efecto, que nosotros estamos entrando, como decía Spengler, en los Jahre der Entscheidung, los «años de la decisión» (traducción preferible a la de «años decisivos»). Durante el tiempo en que la coyuntura era relativamente estable, se podía atender a las reglas jurídicas y constitucionales formales. Pero, desde el momento en que las circunstancias se han vuelto inciertas, cuando las amenazas son tan enormes que la cuestión ya no es cómo vivir sino cómo sobrevivir, en resumen, desde que hemos entrado en una situación de urgencia, la hora de la decisión ha sonado, porque, por definición, las normas habituales están inadaptadas frente a cualquier forma de imprevisto.

La hora de las democracias iliberales

Como escribió Carl Schmitt, es el estado de excepción el que revela la identidad del soberano: es soberano el «que decide en una situación excepcional». Así, el decisionismo es el adversario natural de un liberalismo que considera que las meras disposiciones constitucionales son suficientes para organizar los poderes.

No es, ciertamente, una casualidad si las democracias iliberales comienzan a multiplicarse en un momento en que la Unión Europea está en trance de romperse por la crisis migratoria. En la era de la inmigración masiva descubrimos que toda comunidad humana «se encuentra inevitablemente enfrentada al problema de su cohesión antropológica cotidiana» (Jean-Claude Michéa), es decir, al control de las condiciones de su propia reproducción social. La crisis económica y financiera, la globalización económica, seguidas de la crisis migratoria, hacen nacer un sentimiento de urgencia, especialmente en los países donde el imaginario histórico todavía está acosado por el recuerdo de las invasiones otomanas y que no quieren ver imponerse hoy un modelo “multicultural” que consideran como un fracaso total. El ascenso de las democracias iliberales es testimonio de la generalización de este sentimiento, ligado al despliegue de una amenaza existencial sobre su libertad, sobre su identidad o sobre el modo de vida de los ciudadanos. Tanto que, en una perspectiva iliberal, la democracia no puede concebirse más que en un marco nacional.

Schmitt no se equivocaba al decir que una democracia es tanto más democrática en cuanto es menos liberal. La teoría liberal desea que un buen orden constitucional sea suficiente para permitir a los societarios vivir su vida de la forma que quieran sin tener que sufrir la interferencia de los poderes públicos. La dialéctica amigos/enemigos podría ser así superada. Pero esta teoría salta en pedazos desde el instante en que aparece un enemigo que representa para nosotros una amenaza existencial. La política retoma entonces su camino recto. Una sociedad política que renuncia al poder y a la soberanía ya no tiene nada de política. No podría, entonces, sino renunciar a su principal misión, que es la de garantizar las condiciones para su autoconservación. Las democracias liberales ya no están en condiciones de hacer frente a la urgencia de los desafíos ni a la amplitud de las amenazas. Suena la hora de las democracias iliberales. 

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