
El siguiente texto corresponde a un discurso pronunciado por el filósofo francés Alain de Benoist en una conferencia organizada por el Instituto ILIADE, centro de pensamiento identitario inspirado en las ideas y la obra del historiador galo Dominique Venner (1935-2013).
(Traducción de Gonzalo Soaje)
Señoras y señores, queridos amigos,
Les voy a hablar de un fenómeno relativamente nuevo que no es ajeno al tema de este día. Se trata de iliberalismo. La palabra es un poco bárbara, pero su significado es bastante claro: designa la aparición de nuevas formas políticas que pretenden ser democráticas, pero al mismo tiempo quieren romper con la democracia liberal que hoy está en crisis en prácticamente todos los países del mundo.
El término apareció a fines de la década de 1990 en los escritos de varios científicos políticos distinguidos, pero solo recientemente, en 2014, se hizo popular entre el público en general cuando el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, declaró públicamente en una Universidad de verano de su partido: “La nación húngara no es un agregado de individuos, sino una comunidad que debemos organizar, fortalecer y también criar. En este sentido, el nuevo estado que estamos construyendo no es un estado liberal sino un estado iliberal”. Añadió que ha llegado el momento de “entender los sistemas que no son occidentales, que no son liberales y que, sin embargo, han hecho exitosas a ciertas naciones”.
¿Qué quiso decir con eso? ¿Y cuál es la diferencia fundamental entre democracia liberal y democracia iliberal?
La diferencia es que el liberalismo se organiza en torno a la noción de individuo y en torno a la noción de humanidad, eliminando todas las estructuras intermedias, mientras que la democracia iliberal, que no es más que la democracia plena, en definitiva, se organiza fundamentalmente en torno a la noción de ciudadano. En este sentido, se puede definir como una doctrina que separa el ejercicio clásico de la democracia de los principios del Estado de derecho. Es una forma de democracia donde la soberanía popular y la elección siguen jugando un papel fundamental, pero donde no se duda en derogar ciertos principios liberales cuando las circunstancias lo requieren.
Las causas del surgimiento del “iliberalismo” son obvias y, en muchos sentidos, se superponen con las que explican el éxito de los partidos populistas en la actualidad. Están ante todo en la observación de que las democracias liberales se han transformado casi en todas partes en oligarquías financieras aisladas del pueblo: ineficacia, impotencia, corrupción, partidos transformados en simples máquinas para ser elegidos, reinado de los expertos, visiones a corto plazo, etc. A esta observación se suma otra, más grave: en las democracias liberales, las naciones y los pueblos ya no tienen los medios para defender sus intereses. ¿Qué sentido puede tener la soberanía de los pueblos si los gobiernos ya no tienen la independencia necesaria para fijar por sí mismos sus principales orientaciones en materia económica, financiera, militar, o incluso en materia de política exterior? ¿Podemos seguir imponiendo principios legales que, en lugar de promover la cohesión de los pueblos y la perpetuación de sus valores comunes, conduzcan a su disolución? Analicemos esto en detalle. La democracia se basa íntegramente en el principio de soberanía popular como poder constituyente. La democracia es la forma de gobierno que responde al principio de identidad de las opiniones de gobernantes y gobernados, siendo la identidad primaria la de un pueblo que existe concretamente por sí mismo como unidad política. Todos los ciudadanos pertenecientes a esta unidad política son formalmente iguales.
Precisemos, sin embargo, que el principio de democracia no es el de la igualdad natural de los hombres entre sí, sino el de la igualdad política de todos los ciudadanos: el sufragio obedece a la regla “un ciudadano, un voto”, y no a “un hombre, un voto”. El pueblo, en democracia, no expresa por sufragio proposiciones que serían más “verdaderas” que otras. Simplemente hacia dónde van sus preferencias e indica si apoya o desautoriza a sus líderes. Como escribe acertadamente Antoine Chollet, “en una democracia, el pueblo no tiene razón ni está equivocado, sino que decide”. Es la base misma de la legitimidad democrática. Por eso, la cuestión de saber quién es ciudadano y quién no es la cuestión fundamental de cualquier práctica democrática. Por eso también son esenciales las fronteras territoriales de la unidad política. De manera similar, la definición democrática de libertad no es la ausencia de restricciones, como en la doctrina liberal o en Hobbes, sino que se identifica con la posibilidad de que todos participen en la definición colectiva de orientaciones políticas y restricciones sociales. Las libertades, siempre concretas, se aplican a áreas específicas y situaciones particulares.
“El liberalismo se organiza en torno a la noción de individuo y en torno a la noción de humanidad, eliminando todas las estructuras intermedias, mientras que la democracia iliberal, que no es más que la democracia plena, se organiza fundamentalmente en torno al concepto de ciudadano”
El liberalismo es bastante diferente. Si bien la política no es una “esfera” ni un dominio separado de los demás, sino una dimensión elemental de cualquier sociedad o comunidad humana, el liberalismo es una doctrina que, a nivel político, divide a la sociedad en una serie de “esferas” y dice que la “esfera económica” debe ser autónoma frente al poder político, ya sea por razones de eficiencia (el mercado solo funciona de manera óptima si nada interfiere con su “funcionamiento natural”), o por razones “antropológicas” (la libertad de comercio, dice Benjamin Constant, libera al individuo del poder social, porque es por definición el intercambio económico el que mejor permite a los individuos maximizar libremente sus intereses). La economía, originalmente percibida como el reino de la necesidad, se convierte así en el reino de la libertad por excelencia.
Redefinida en sentido liberal, la democracia ya no es el régimen que consagra la soberanía del pueblo, sino el que “garantiza los derechos humanos”, es decir, derechos subjetivos, inherentes a la persona humana y declarados por esa razón “naturales e imprescriptibles”. Para los liberales, estos derechos humanos se anteponen a la soberanía de los pueblos hasta el punto que esta se respeta en la medida que no los contradiga: el ejercicio de la democracia queda así puesto bajo condiciones, partiendo por la condición de respetar los “derechos inalienables” que cualquier individuo tendría por razón de su propia existencia. Confundida con un “Estado de derecho” que se ha convertido en el horizonte insuperable de nuestro tiempo, la democracia se transforma en un movimiento hacia una igualdad cada vez mayor, esta igualdad, supuestamente resultante del libre enfrentamiento de derechos, deja de entenderse como sinónimo de mismidad. El Estado de derecho disuelve la política bajo el efecto corrosivo de la multiplicación de derechos. Como dice Marcel Gauchet, “cuando se invoca sin cesar, los derechos humanos terminan paralizando la democracia”.
El Estado de derecho, conviene recordar, es ante todo un Estado de derecho privado, implica la primacía del derecho sobre el poder político y se fundamenta en el imperativo de la obediencia a la ley. Si bien se apoya en la metafísica de los derechos humanos, la única que se supone garantiza la dignidad humana, consagra el poder de las leyes generales como normas generales vinculantes para todos, comenzando por los líderes. La legitimidad se reduce entonces a la simple legalidad, reinando el derecho positivo de manera puramente impersonal y procesal. Carl Schmitt ha demostrado que este sistema elimina la noción misma de legitimidad y que resulta incapaz de funcionar en situaciones de emergencia, donde las normas ya no son válidas. Esta sustitución de la política por el derecho o por la ley acaba por vaciar la política de su sustancia.
El imperio de la ley va necesariamente de la mano del individualismo liberal y su concepción de una libertad enteramente “negativa”, que concierne solo al individuo y nunca a la colectividad. Esto explica por qué el liberalismo es fundamentalmente hostil a la noción de soberanía, excepto, por supuesto, a la soberanía del individuo. Para él, cualquier forma de soberanía más allá del individuo es una amenaza para la libertad. Por tanto, condena la soberanía política y la soberanía popular sobre la base de que la legitimidad pertenece únicamente a la voluntad individual. “Tan pronto hay soberanía, hay despotismo”, decía ya Pierre-Paul Royer-Collard. Puesto que el individuo es soberano en lo absoluto, el pueblo no goza de una legitimidad intrínseca.
“La ideología de los derechos humanos, como ya he dicho, sólo quiere conocer a la humanidad y al individuo. Sin embargo, lo político se articula sobre lo que se encuentra entre estas dos nociones: pueblos, culturas, Estados, territorios, en los que el liberalismo quiere ver solo simples agregados de individuos”
Al no reconocer la validez de cualquier decisión democrática que pueda socavar los principios liberales o la ideología de los derechos humanos, el liberalismo nunca admite, por tanto, que la voluntad del pueblo debe respetarse siempre. Todas las democracias liberales son democracias parlamentarias representativas, lo que significa que la soberanía parlamentaria reemplaza a la soberanía popular. Para el liberalismo, de hecho, el poder no tiene fundamentalmente el poder de dirigir, sino de representar a la sociedad. De ahí el papel fundamental de los representantes que, una vez elegidos, pueden hacer lo que quieran con el poder que les ha sido cedido en su beneficio. Sin embargo, el pueblo tiene menos vocación de ser representado, ya que es verdaderamente soberano sólo cuando está presente ante sí mismo. La democracia liberal, se podría decir, es una democracia sin demos, una democracia sin pueblo.
Pero, se podría decir, ¿cuál es la relación con las fronteras? La relación es evidente y por dos razones.
La ideología de los derechos humanos, como ya he dicho, sólo quiere conocer a la humanidad y al individuo. Sin embargo, lo político se articula sobre lo que se encuentra entre estas dos nociones: pueblos, culturas, Estados, territorios, en los que el liberalismo quiere ver solo simples agregados de individuos. La humanidad no es en sí misma un concepto político: no se puede ser un “ciudadano del mundo”, porque el mundo político no es un universum, sino un pluriversum: lo político implica una pluralidad de fuerzas presentes. De ello se desprende, como escribe Michael Sandel, que “los principios universales no son adecuados para establecer una identidad política común”. Es por esto que la política implica la existencia de fronteras, sin las cuales la distinción entre ciudadanos y no ciudadanos está desprovista de sentido. Y la democracia misma requiere que haya fronteras, porque sólo dentro de un marco territorial bien definido, que determina el marco para el ejercicio de la soberanía, se puede ejercer el juego democrático. Esto es lo que observó muy recientemente el jurista Bertrand Mathieu cuando escribió: “La democracia implica la existencia de una sociedad política, inscrita dentro de las fronteras y formada por un pueblo compuesto por ciudadanos vinculados por una comunidad de destino y compartiendo valores comunes”.
En este sentido, no es casualidad que las democracias iliberales empiecen a multiplicarse en el mismo momento en que la Unión Europea se derrumba por la crisis migratoria. Tampoco es casualidad que estas democracias iliberales que vemos hoy en día en Europa central y oriental estén tratando de dotarse de fronteras dignas de ese nombre, como lo demuestra la sustitución de barreras a través de las cuales luchan por frenar los flujos migratorios. Para el liberalismo, por el contrario, el principio esencial es el del “laissez faire, laissez passer”: la libre circulación de hombres, bienes y capitales.
Se encuentra aquí un ejemplo de la antigua oposición entre la Tierra y el Mar. Solo la Tierra, de hecho, puede conocer fronteras, mientras que no se pueden establecer en los mares y océanos. Los flujos migratorios, al igual que los flujos comerciales y financieros, pertenecen al mundo “marítimo” de flujos y rechazos, mientras que la política parece estar intrínsecamente ligada al mundo “telúrico”, que requiere fronteras y líneas de frente.
Pero igualmente debemos ver -y aquí es donde terminaré- que las fronteras también son límites: dicen dónde termina la autoridad política y dónde comienza la autoridad política y la voluntad legítima de los ciudadanos de hacer respetar su personalidad, especificidad histórica, su propia sociabilidad, es decir, sus costumbres.
“La política implica la existencia de fronteras, sin las cuales la distinción entre ciudadanos y no ciudadanos está desprovista de sentido. Y la democracia misma requiere que haya fronteras, porque sólo dentro de un marco territorial bien definido, que determina el marco para el ejercicio de la soberanía, se puede ejercer el juego democrático”
Sin embargo, hoy vivimos en una época de ilimitación, es decir de la negación generalizada de los límites. Vivimos, podríamos decir, en la era de lo “trans”: transnacionalidad, transfronterizo, transacciones, transexuales, transparencia, transgresión, transhumanismo. El límite es la medida; lo ilimitado es el exceso, y es también la indiferenciación, la hibridación, la erradicación de las particularidades y las normas que la ideología dominante se ha propuesto deconstruir durante mucho tiempo.
Esta ilimitación encuentra su ejemplo más típico en la propia naturaleza del sistema capitalista. La característica fundamental de este sistema es precisamente su orientación hacia una acumulación sin fin en el doble sentido del término: un proceso que no se detiene nunca y que no tiene otro fin que la valoración del capital, un sistema donde se utiliza cualquier excedente para reproducirse y expandirse. Todo lo que pueda obstaculizar el movimiento de personas y cosas necesarias para la expansión planetaria del mercado, comenzando por las fronteras, debe ser erradicado o declarado inexistente. La lógica de la expansión del capital no difiere fundamentalmente del proceso de abordar el mundo que Heidegger llama Gestell o la Maquinación (Machenschaft). Percibido como un objeto desprovisto de significado intrínseco, el mundo se interpreta como fundamentalmente explotable; está llamado a ser rentable y fuente de beneficios, es decir, “valor” en el sentido económico del término. Es esta ilimitación tanto en el objetivo como en la práctica lo que hace del capitalismo un sistema basado en el exceso, la negación de cualquier límite, solo preocupado por producir cada vez más valor para aumentar y valorizar el capital cada vez más.
Notarán de pasada que la sociedad de los individuos es, naturalmente, una sociedad de mercado, porque la ilimitación del deseo y la inflación de los derechos responden a la ilimitación que es el principio mismo de la reproducción del capital. El hombre “económico” apunta a maximizar su interés así como la Forma-Capital apunta a maximizar la ganancia: ambos buscan expandirse en la sola categoría de poseer.

Entre la noción de frontera y la ideología del capitalismo liberal, la contradicción es, por tanto, total. El surgimiento de democracias iliberales lo confirma. Quiero decir que quien podría aprender la lección, ya que conoce las críticas ocasionales al liberalismo, es el Papa Francisco, que sin embargo nunca pierde la oportunidad de predicar la acogida incondicional de los “migrantes”, sean quienes sean. “Debemos construir puentes y no muros”, dice Francisco (que está aquí en su papel porque el pueblo de Dios no conoce fronteras y un soberano pontífice es etimológicamente un pontifex, es decir, un hombre “que hace puentes”). Pero esta es una alternativa inadmisible. El Papa olvida que entre los muros y los puentes también hay puertas, que se pueden abrir o cerrar según las circunstancias, y sobre todo que en ciertos casos el puente más eficaz es el puente levadizo, que se baja o se sube para abrir o cerrar el paso que permite el acceso a una ciudad amenazada.
Ahora es el momento de levantar el puente levadizo.
Fuente: Institut ILIADE
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